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Verónica Murguía
Esos propósitos
Entre los aficionados y profesionales de la lucha libre, el pasillo que lleva de los vestidores al ring es conocido como el “túnel de la muerte”. Para los rudos, ese pasillo que pasa entre el público es muy peligroso, pues no hay nada más temible que un fanático de los técnicos acechando entre las butacas, más artero que ningún luchador y sin réferi que lo contenga. Alguno ha entrado armado en la arena. Es por eso que los luchadores cambian de bando: si mal no recuerdo, el Perro Aguayo, también conocido como el Can de Nochistlán, inventor de la llave bautizada como Lanza Zacatecana, fue herido, cuando era rudo, por un ferviente simpatizante de su adversario. Fue tan grande el susto, que el Perro se volvió técnico.
En mi casa, el “túnel de la muerte” es el tramo que hay entre la regadera y el clóset. En lugar del fanático peligroso, hay un espejo de buen tamaño con poderes de Medusa. Uno lo mira y zaz, se queda de piedra. Allí, bajo la luz azulada e inclemente del foco ahorrador, se ve todo. Comida de más, mala postura, poco ejercicio y un largo etcétera que comparto con la humanidad. O más bien, con la porción de la humanidad que tiene más de cuarenta años. Como además la bata de toalla no es, precisamente, favorecedora si uno no es Shakira, más vale cerrar los ojos.
Frente a ese espejo he jurado que a) no voy a comer más de cinco tortillas al día, b) me voy a poner filtro solar del 100, c) voy a aprender a peinarme con gracia y d) no faltaré nunca al gimnasio. Pero los poderes de la Medusa doméstica son efímeros. En el momento en el que me pongo el abrigo de paño negro, la prenda más amada, como dijo Garcilaso de la Vega, mis propósitos se esfuman.
Ahora que comienza el año, el espejo llama a un examen riguroso. Desde hace tiempo sucede: hay que planear cómo le vamos a hacer. Y no es sólo respecto de la facha, las patas de gallo y la necesidad de cambiar de anteojos. El examen tiene que ver con la vida laboral, afectiva, cívica y, lo siento mucho, espiritual.
Además, está bien aprovechar el ambiente reflexivo de estos días. Por estas fechas nadie se sorprende si nos ve en el café con una libreta y aire meditabundo. Todos andamos en lo mismo. Y lo digo en serio: el Año Nuevo islámico llamado al-Hijra, cayó más o menos el 7 de diciembre de 2010 (varía según el país).
Para los chinos no hay fiesta más importante. Entre los musulmanes y los chinos nomás, suman un montón de millones de personas haciendo listas de propósitos.
Ya sé que Año Nuevo chino no coincide con el nuestro: para ellos el año comienza el 3 de febrero de 2011. Será Año del Conejo, como comprobaremos cuando en todos los taxis haya conejos de pasta dorada sobre la marimba, y de todos modos, aunque todavía falta para que llegue, es buen ejemplo.
Los chinos reciben al año con una limpieza de casa de aúpa. Abren las ventanas y las puertas (práctica imposible en el DF, porque se pueden colar ladrones), las decoran con papel rojo, compran ropa nueva y comen pato laqueado. Todos se perdonan las ofensas, los esposos se reconcilian y los hijos desean prosperidad a los padres. La cuesta china comienza en febrero.
Propongo una variante mexicana: limpiar la casa con el mismo ímpetu, comer tortas de pollo, hacer composturas a la ropa (botones, bastillas, coderas, remiendos) y subir la cuesta de enero con templanza. Habría que aprovechar para tirar a la basura los montones de periódicos que nos hemos prometido leer con calma, las latas que caducaron hace seis meses, los medicamentos cuya función hemos olvidado, los zapatos con las suelas deshechas, los calcetines con hoyos en el talón y las camisetas con manchas invencibles.
El año pasado me propuse tirar a la basura un suéter lila que no uso. Hasta lo escribí en este mismo espacio y, bueno, confieso que no lo hice. Y no me lo puse. Ahora sí me voy a deshacer de él, aunque no tengo ni la más vaga idea de dónde lo guardé.
Este año sí voy a leer José y sus hermanos, de Thomas Mann. Voy a comer el doble de brócoli al vapor y la mitad de conchas de vainilla. Me voy a aprender los nombres de los jefes de manzana, el delegado y el diputado que me representan, para mandarles millones de cartas. Ya no voy a leer tantas novelas de detectives.
Ya en esas, creo que voy a cambiar el espejo de lugar, porque tanto propósito, sólo una vez al año. Los once meses restantes pertenecen al reino del “se hace lo que se puede”
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