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Emigrados, la extranjería ensimismada
Emigrados (1974), de Slawomir Mrozek, bajo la dirección de David Psalmón, es una obra sobre las múltiples formas de la extranjeridad. Es una crónica detallada de los estados psíquicos de una dualidad que observa, se observa observar al otro, se observa observando y se observa siendo observada por un mundo donde no hay un lugar para el extraño, para el extranjero, para aquel que no posee carta de naturalización que lo asimile como un ser conocido y reconocido.
No es casual ni un lugar común que, en la función que me tocó presenciar, Silverio Palacios agradeciera que una vez más tuviera lugar un hecho escénico en el orden de lo sagrado, cuyo ejercicio le permitía a una comunidad de artistas vivir de ese pacto entre los que miran y hacen. Es importante reparar en ello porque ese acto minúsculo es un combate a esa extranjería que nos profesamos, a esa extrañeza que nos producen todos aquellos que son diferentes a nosotros.
Colocarse en las antípodas de las exclusiones cotidianas e íntimas no sólo se lo han propuesto con este montaje profundo, bordado fino y cargado de múltiples detalles sino con una organización teatral: teatrosin paredes y en el conjunto de una red de la que forma parte el tejido luminoso del El Milagro que auténticamente es toda una casa del teatro, un laboratorio y un sitio de convergencia que es señero en nuestro país.
Es muy estimulante que una obra de la complejidad de Emigrados se acompañe de una modesta pero rigurosa edición de la obra, traducida por el director francés y una especialista polaca, además de presentar un prólogo escrito por Lech Hellwig-Górzynski que la pone en contexto; una conclusión que expone la comprensión del director y el afiche de promoción que acredita a los actores y partícipes de este montaje que sabemos continuará necesariamente el próximo año y que deberá formar parte de esa organización teatral que descree de muros y fronteras.
Emigrados transcurre en una hora y cincuenta minutos. Es una obra de largueza tradicional alemana (mitteleuropea) que se ha conservado en su complejidad original y su contexto propio. No retoma formas de extranjería que caracterizan la marginación profunda que está incluso en lo racial propio del contexto mexicano, donde esa pareja de seres instalados en un sótano, en el subsuelo del mundo, no son racialmente distintos como sucede con los indígenas mexicanos, por ejemplo, que viven condiciones de segregación y aislamiento semejantes a los personajes que Mrozek instala en un iryvenir a través de un orden fronterizo tanto en lo físico como en lo inmaterial.
La obra de Mrozek es un ejemplo de dramaturgia, de un ars poetica donde las figuras retóricas reinciden, se encuentran y reencuentran a lo largo del texto como eco, complemento, eje, continuidad, paradoja, enigma, clave de una comprensión. No es usual ese despliegue técnico en nuestra dramaturgia, tan acostumbrada a lo lineal o que concibe el gag como un recurso que pudiera leerse como estratagema temporal e incluso espacial. Mrozek es un maestro que ofrece una deliciosa lección que funciona como las mejores novelas anglosajonas, por acumulación, con poderosas digresiones y flashbacks sin dejar de lado un espíritu crítico permanentemente interpretativo al modo en que lo podrían hacer en la narrativa Kundera, Klima, Hrabal.
En 1978 la dirigió Manuel Montoro para la Universidad Veracruzana, traducida por José Méndez Herrero. La propuesta textual no fue distinta de la que presenta David Psalmón, la raigambre española de Montoro lo hace coincidir con Mrozek y construir una interpretación transfronteriza, donde los personajes se enfrentan más a una ideología (el intelectual y el obrero, la distinción entre la migración por razones económicas o políticas) que a un problema de orden etnológico (de etnicidad) o inclusive al modo en que Julia Kristeva lo fijó en su extraordinario ensayo Extranjeros para nosotros mismos (1988, en español,1991).
Ayer como hoy, la interpretación estuvo a cargo de dos extraordinarios actores: Salvador Sánchez y Claudio Obregón, hoy de Hernán Mendoza (se alternó con Joaquín Cosío) y Silverio Palacios, complementarios, espejo uno y otro de un discurso universal, clásico, que nos conmueve y mueve a la risa en un iryvenir de la comedia a la pieza, de la pieza a la farsa, a la tragicomedia. Una obra para ver y volver a ver, como le sucede a esta noble compañía: a petición del público.
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