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Los pies descalzos
Antes tenía un par de zapatos y era feliz. Entonces pensé que cuando tuviera un trabajo seguro y bien remunerado, me iba a comprar dos pares o tres de zapatos para ser dos o tres veces más feliz de lo que ya era. El tiempo pasó –siempre es así, irremediable-, y llegó el día en que pude tener un trabajo que, si bien no era tan remunerado como yo quería, me permitió comprarme dos o tres pares de zapatos más, con la esperanza de que mi felicidad aumentara a razón de dos o tres veces más, también. No sería así. Los dos o tres pares de zapatos no me hicieron dos o tres veces más feliz de lo que ya era. Antes al contrario, apenas los tuve anhelé tener dos o tres pares más, seguro de que entonces recobraría la felicidad perdida. Pero tampoco. Los dos o tres pares vinieron con iguales o peores calamidades y mi felicidad –o el deseo de felicidad- seguía igualmente inalcanzable, como esos globos que los payasos patean con la punta del pie cada que intentan cogerlos con las manos. Ahora la repisa del clóset luce abundante de pares de zapatos de todos colores y marcas, nuevos o viejos, rotos o impecables, que yo veo desde el borde de la cama -a una distancia que es ya un abismo- con santa incredulidad. |