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Felipe Garrido
Carnaval
Don Atanasio despertó pegajosamente, en el sopor de la tarde, al tiempo que de los granados y los tulipanes caían gruesas, rezagadas, gordas gotas de lluvia, y de la tierra subía un vapor tibio, un aroma íntimo. La casa estaba llena: amigos, familiares, vecinos. Y al fondo el televisor. Don Atanasio despertó algo confundido. Había dormido la siesta en la hamaca, en el corredor.
–¿Qué es eso? –preguntó a las nietas, arracimadas entre risas, miradas furtivas, cómplices.
–El Teletón –dijo la más despierta, y otras se rieron.
–No, no –dijo la más pequeña–, es el carnaval.
Algo importante sucedía, porque las voces se acallaron y los grupos redujeron la agitación que los sacudía. Y eso permitió que don Atanasio pudiera ver las imágenes en el televisor.
–Eso es Palacio Nacional... ¡Es Catedral! –exclamó, porque no todos allí conocían los edificios–. Y eso... –bajó la voz, no estaba seguro, no quería aceptarlo– eso que está dando vueltas son suásticas. |