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El legado poético de José Hierro
Miguel Angel Muñoz
Hay poetas que, para desmenuzar y profundizar en su pasión por el mundo, necesitan la exaltación de la memoria, el espectador del paisaje y la tradición de la cultura. José Hierro (Madrid, España, 1922-2002), fue uno de estos escritores; él, que trasmitió con simplicidad lingüística, como pocos poetas de su generación, ese lenguaje mediterráneo que se resiste a muchos. No es el único escritor español que, en el siglo pasado, se nutrió del paisaje, que con tanta claridad se abandona en el mar, y más allá, a otras tierras. La obra de Hierro ocupa ya un lugar clave en la poesía de lengua española del último medio siglo. En 1947 aparece su primer libro, Tierra sin nosotros, y gana el Premio Adonáis de Poesía con Alegría. La aparición en 1964 del Libro de las alucinaciones, no sólo desdijo esa profecía, sino que abrió las esclusas de un tipo de escritura visionaria de escasas conexiones con el entorno. Su lenguaje, a partir de ese momento, es un continuo proceso de enriquecimiento lingüístico y densidad expresiva. Quizá el más claro ejemplo es su poemario Cuaderno de Nueva York (Editorial Hiperión, 1998), en el cual establece un diálogo múltiple con la ciudad: personajes, calles, héroes, pesadillas que se entrelazan en un mismo espacio y tiempo. Cuando se editó este libro, Hierro tenía setenta y seis años, que, según se dice, es una edad de claudicante retirado para comenzar nuevas aventuras. El tópico de que la poesía se acopla mejor con las exacerbaciones juveniles es detenido en la obra de poetas como t. s. Eliot, Juan Ramón Jiménez, Wallace Stevens, W. B. Yeats y, desde luego, en Hierro. Lo digo porque Cuaderno de Nueva York es, después del Libro de las alucinaciones, su mejor obra poética, pues ambas suponen una invención considerable a cuyos derroteros estéticos se ha plegado después en toda su poesía. José Hierro fue puente entre la primera generación de postguerra y la de los cincuenta, obtuvo todos los premios posibles en el mundo de las letras: el Premio Cervantes de Literatura–, el Nacional de Poesía en España, el de las Letras Españolas, el Reina Sofía de Poesía y el Príncipe de Asturias, entre muchos otros. Hierro dio su voz, y ahora, como mínimo homenaje, le doy la voz al poeta en este fragmento de entrevista, que es parte de las muchas que hicimos entre 1996 y 2002.
–¿Cómo dialogas con el lenguaje, de qué manera inventas formas y nos revelas un mundo mágico?
–Bueno, uno dialoga siempre con el lenguaje, lo crea y en momentos lo renueva. El poeta es obra y artificio de su tiempo. El signo del nuestro es colectivo y social. La poesía es la búsqueda del conocimiento por la palabra; esto es, un acto o método de iluminación interior. –En tu libro, Cuaderno de Nueva York –que tantos premios ha merecido– se hace la pregunta "quién soy, si soy, qué hago yo aquí"; en ese sentido ¿cuáles son los caminos poéticos de José Hierro?
–Camino siempre los mismos sitios. Nueva York es el fondo de ese libro que mencionas, pero no hay en él un descubrimiento o revelación, sino un pensamiento de país o de su cultura, y eso lo desarrolla. Hay una cosa estúpida que la gente siempre asocia y es el Poeta en Nueva York, de Lorca; pero lo mío es otra cosa muy diferente. Antes que Lorca lo hizo también Juan Ramón Jiménez. Pero bueno, esas son cosas que no importan. Mi cuaderno busca lo que es afín, nunca viajé tratando de encontrar lo exótico, sino lo próximo. La poesía ve más que el poeta, aunque el poeta trata de fundirse con la naturaleza, de llegar a la esencia de los elementos. La poesía se pierde en los límites del tiempo y del espacio. Ambos son la misma cosa, pero en momentos nunca se encuentran y ese acto enriquece la idea del poeta y de la poesía.
–¿Cuál es la meditación del lenguaje en tu obra?
–Lo principal es poner la palabra en su sitio. Pero, ¿cuál es su sitio?, un culo siempre tiene su definición, y no hay otra palabra que pueda sustituirla. El lenguaje es una labor de búsqueda, una unión de poeta y palabra que crea un puente entre instante y eternidad; siendo sin tiempo los dos, coinciden en un punto de llegada. Al igual que Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, la poesía es para mí lo que otros no pueden decir, que es una consecuencia expresiva de una realidad propia. –¿Crees que la purificación del lenguaje perjudica o beneficia al acto poético?
José Hierro, Autorretrato, 1999 |
–No creo mucho en la purificación del lenguaje como tal, sino en el enriquecimiento y precisión del mismo. Eso de purificar la lengua es una puñeta de los académicos y demás escritores que cuando escriben piensan que pulen nuestro idioma. El mestizaje es lo que nos enriquece, de lo contrario sería de una indolencia asquerosa. Cuando hablo de cierto desarrollo de mi poesía, me estoy refiriendo al enriquecimiento del lenguaje. Hablo de lo cotidiano. La palabra poética es abierta frente a otras, como podría ser la ciencia, que es muy cerrada en su sentido lingüístico. Si nombro la palabra estación, se convierte en un signo cotidiano cerrado. Pero cuando la llevo al poema no es así, se transforma totalmente, adquiere otro sentido, y es ahí cuando el lenguaje se abre, se pule, se convierte en algo colectivo. No hay palabras puras o impuras, todas son lo mismo: un lenguaje universal. –Entonces, ¿la palabra es la búsqueda de otros significados? –Desde luego, es una expresión de multiplicar nuestras ideas. Yo lo he aprendido porque me lo ha enseñado mi experiencia poética. Nunca me lo he propuesto como tal. Juan Ramón Jiménez es un gran poeta; llega lejos, descubre y transforma el lenguaje de su tiempo. Eso es un acto de admiración total. Por esos caminos tiene que transitar uno y experimentar la fusión con los signos o códigos poéticos, como dicen los críticos actuales. –¿Se trata de recuperar la memoria en el instante preciso? –Sí, y ello me lleva a una relación distinta con la poesía, plena en cierto sentido: las palabras serían la culminación de recuperar la memoria. Todo esto coincide con el cambio personal en mi escritura. Estos procesos hay que entenderlos dentro de un marco evolutivo en dos sentidos: espiritual y escritural. En ambos hay que guardar las distancias, pero también los dos son únicos y compartidos. Uno mismo observa cuando escribe y se pierde en recuperar lo perdido. Tal vez lo importante es darle corporeidad verbal al poema, que es un modo de darle fijación a los aires transitorios que te rodean y que te definen.
–En el discurso de aceptación del Premio Cervantes, hablabas de un mito sin padre, ¿cuál es el mito sin padre de El Quijote?
–La creación de El Quijote no entendió a su padre. Para Unamuno, siempre a contracorriente, provocador, Cervantes es una criatura de El Quijote. "Cada uno es hijo de sus obras", recordó alguna vez. Y al llegar a este punto creo que empiezo a comprender el papel que Azorín puede interpretar en esta disparatada comedia. Porque Azorín, buen lector por buen escritor, afirma que: "El Quijote no lo escribió Cervantes, sino la posteridad."
– Pero en el sistema estético de esta obra hay muchas resonancias poéticas que hacen accesible su visión del mundo al lector. ¿Crees que El Quijote tiene una fuerza de impregnación popular única?
–El sistema del poema, recordé antes, consiste en hacer accesible a la razón lo que, en su origen, es la música errante que ha de encadenarse al pentagrama, lo que le permitirá ser interpretada y, en consecuencia, hacerse audible para todos, aunque no sepan nada acerca de la música, así como podemos poner en marcha un coche sin conocer lo más elemental de mecánica. Eso mismo pasa con El Quijote. Sólo él ascendió a la categoría de mito, avanzando a tiendas, a golpes de digresión, buscando algo que no sé qué es, y que tal vez nunca sabré.
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