Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 1 de agosto de 2002
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Política

Adolfo Sánchez Rebolledo

El círculo se cierra

La quinta visita del papa Juan Pablo II a México viene a cerrar el círculo que él mismo abrió al principio de su pontificado: la canonización de Juan Diego, más allá de la discusión histórica y religiosa que el tema suscita, más allá del significado que pueda tener en la consideración de la irresuelta cuestión indígena, más allá incluso del fervor legítimo que la ocasión despierta en mucha gente, es el reconocimiento definitivo del cambio ocurrido en las conflictivas relaciones entre la Iglesia católica y el Estado mexicano y que en mucho se debe al empeño del propio Karol Wojtyla.

Las imágenes del presidente Fox besando el anillo papal no tienen precedentes, es cierto, pero a querer o no son el corolario simbólico de un estado de cosas que se vino creando durante años a ciencia y paciencia de la clase política, de su hipocresía y la inmensa capacidad de simulación de los gobernantes que llevaron al fracaso las mejores ideas del liberalismo mexicano.

En el ocaso de su vida, el Papa viene a terminar la tarea que se impuso cuando entrevió un paralelismo entre la situación de la Iglesia mexicana y la suya polaca, ambas asumidas en el típico lenguaje de la guerra fría como "iglesias del silencio", ambas pertenecientes a naciones donde la religiosidad se concibe como parte sustantiva de la identidad y, por lo mismo, es objeto de persecución por parte de estados totalitarios muy semejantes.

Esa comparación con su Polonia natal, no obstante su obvia inexactitud, fue un éxito desde el primer instante, pues sirvió para poner en tensión enormes fuerzas a favor de la restauración de los derechos que la leyes de Reforma y la Constitución de 1917 habían limitado para hacer realidad el laicismo, y la efectiva separación entre el Estado y las distintas denominaciones religiosas.

Pero, como es natural, la exigencia de revisar las relaciones entre la Iglesia y el Estado, favoreciendo el establecimiento de relaciones diplomáticas con el Vaticano y el reconocimiento de la personalidad jurídica de las iglesias, no sólo repercutió en el ámbito de la religiosidad, sino que dio la señal para un cambio de fondo, cuyo objetivo visible e inmediato era la cancelación del Estado revolucionario -del cual quedaba una dolorosa caricatura- de modo que pudiera rescribirse la historia y replantear el futuro de la nación, siempre bajo la hegemonía ideológica de la Iglesia católica, que es el partido real del conservadurismo mexicano.

Así, al mismo tiempo que el Papa reactiva la mitología de la persecución, en el plano político la derecha obtiene significativas victorias al encabezar el descontento creciente contra un orden que es a todas luces injusto, pero lo hace tratando de borrar del mapa y de la memoria el sedimento liberal y progresista que, pese a todo, subyace en las instituciones y en la experiencia histórica del pueblo mexicano.

Los partidos están paralizados ante estas nuevas realidades y no saben cómo lidiar con la presencia de la Iglesia, que sí tiene, y vaya que lo tiene, su propio proyecto. Nadie entre los políticos puede decir cómo se come eso del laicismo que aún se mantiene en la Constitución y todos se apuran a darle a la Iglesia dominante las mayores y más obsecuentes muestras de sumisión.

Mientras la Iglesia católica no deja pasar una para avanzar, la clase política, sobre todo aquella que se reclama heredera del liberalismo juarista, no sabe qué hacer, no tiene idea de cuál es el lugar de la Iglesia en un Estado democrático que, de seguir así, podría convertirse de hecho en un vergonzante Estado confesional, sustentado en la creencia errónea de que la fanatización mediática de los creyentes podrá frenar la secularización de la sociedad, que hoy por hoy es el desafío universal de esas corporaciones que llamamos iglesias.

ƑPuede extrañar la felicidad del Presidente de la República al besar el anillo pontificio?

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