ATRASO MEDIATICO, REGRESION POLITICA
Estos
días de visita papal serán recordados como uno de los episodios
informativos más vergonzosos y como uno de esos momentos deplorables
en los cuales el México oficial le da la espalda al México
real. Salvando las diferencias, estas jornadas evocan las circunstancias
en las que el poder público y la mayor parte de las entidades informativas
se aliaron para imponer a la población un discurso oficial y una
visión del mundo, como ocurrió durante el movimiento estudiantil
de 1968 o en la campaña electoral de 1988.
Por lo que hace al poder público de estos tiempos
democráticos, la misa de canonización de Juan Diego fue un
acto oligárquico y porfiriano, una reunión de notables y
de "gente bien", un encuentro de alta sociedad en el que el pueblo creyente
quedó excluido. La asistencia de la mayor parte del gabinete a ese
rito representó un nuevo y flagrante atropello a la laicidad del
Estado, claramente establecida en la Carta Magna y en la Ley de Asociaciones
Religiosas.
Del lado de los medios, el duopolio televisivo y las principales
cadenas radiales se han dedicado a agregar ceros a los asistentes a los
recorridos y actos papales y a transformar miles en cientos de miles; a
confundir, en la persona de Juan Pablo II, liderazgo espiritual con santidad;
a fomentar, en nombre de la religión católica, la idolatría
y el paganismo --es decir, el culto a un individuo de carne y hueso a quien
disparatada e impúdicamente se ha calificado de representante de
Dios en la tierra--, y a convertir en espectáculo de masas los sufrimientos
físicos de un hombre con un lamentable y evidente deterioro físico
que a duras penas, y sólo por breves momentos, logra mantenerse
en pie.
Si, como lo aseguran los jerarcas católicos de
México y de Roma, es cierto que Karol Wojtyla aún conserva
alguna capacidad de decisión y su vía crucis mexicano es
producto de una elección consciente, no habría porqué
responsabilizar a nadie más que al propio pontífice. Pero,
si como sostienen algunos estudiosos del Vaticano, Juan Pablo II es, a
estas alturas, mero instrumento de una burocracia que no ha concluido los
amarres y los ajustes de cuentas de la sucesión papal, la sociedad
capitalina estaría asistiendo a una manipulación cruel y
anticristiana de sufrimiento humano, a cargo no sólo de la jerarquía
eclesiástica sino también de las emisoras televisivas y radiales
que, diríase, han apostado a que el Papa les haga el milagro de
la multiplicación de las audiencias.
Por otra parte, la mayoría de los informadores
en tiempo real han puesto entre paréntesis, durante más de
36 horas, el acontecer mundial y nacional, para divulgar en forma monotemática
detalles intrascendentes del periplo papal y proferir las más pueriles
exclamaciones de emoción seudorreligiosa. Los locutores que usualmente
se solazan en pedir penas de cárcel para los responsables de la
menor obstrucción de tránsito, han omitido, en esta ocasión,
las molestias padecidas por los millones de automovilistas y usuarios del
transporte colectivo varados durante horas a causa de los bloqueos de vialidades
realizados en atención a Juan Pablo II.
Lo anterior no es culpa, ciertamente, del pontífice,
por más que éste haya ideado y establecido, en sus buenos
tiempos, un poderoso aparato de imagen pública que, a lo que puede
verse, aún funciona de maravilla. En todo caso, esta visita papal
ha permitido constatar lo que produce la combinación de atraso cívico,
cultural e informativo con grandes capacidades tecnológicas, económicas
y propagandísticas, así como la persistencia entre los medios
de actitudes acríticas y obsecuentes --que parecían superadas--
para con las autoridades políticas. A estas últimas, ante
su transgresora e indecorosa participación en actos públicos
de culto religioso, cabe achacarles no un atraso, sino una manifiesta regresión
a los tiempos del porfiriato, si no es que a los del virreinato.