Soledad Loaeza
México empapado
El papa Juan Pablo II descendió sobre una ciudad de México que había sido furiosamente barrida y regada por la naturaleza después de varias semanas de un verano bastante díscolo en aguas. Se encontró con un cielo azul, calles resplandecientes y empapadas, como las había dejado la lluvia, y las innumerables fotografías del propio Papa, los banderines con escudo y los colores vaticanos, las efigies diversas de los diferentes Juan Diegos en venta y una enorme cantidad de imágenes de la Virgen de Guadalupe y cartulinas con mensajes, saludos, peticiones, agradecimientos, oraciones, y todo aquello que han utilizado los medios y los gobiernos federal y local para movilizar a millones de fieles. No se sabe muy bien si lo que han querido mostrar al mundo y al Papa es qué tan católicos o qué tan democráticos somos los mexicanos, aunque la unanimidad religiosa no sea precisamente uno de los valores de la democracia.
Para todos nosotros es más o menos obvio que la quinta visita de Juan Pablo II a México ha sido pescada al vuelo por políticos y empresarios de la noticia no para fomentar el sentimiento religioso de los mexicanos, sino para aumentar su capital político o su espacio en el mercado de la información, convencidos como están de que las creencias y la religiosidad popular son material de manipulación electoral. Por esta razón le han dado un tratamiento que es bastante incómodo e injusto para el propio Juan Pablo II y para el esfuerzo titánico que está haciendo en esta gira. La inmensa brecha entre sus intenciones y las de quienes promueven la movilización de creyentes y curiosos en torno a su presencia puede terminar destruyendo la misión juanpaulina, simplemente porque la trivializan. En lugar de destacar la figura del Papa como líder religioso, lo han presentado y manejado como una celebridad. La televisión, la radio, la mayor parte de los periódicos, las autoridades, todos se han hecho uno solo en el propósito de llevar a Juan Pablo II y hasta los detalles más insignificantes de su visita a todos los hogares mexicanos. Cuando en la televisión se comentan los atuendos de los secretarios de Estado, los gestos de profundo recogimiento de sus esposas, lo que se dijo y se dejó de decir en los corrillos de los poderosos y de los allegados, se trata al Papa como una celebridad, como una vedette, de la que se comentan los menús, la forma y el tamaño de las sillas a su disposición, el interior del avión en el que viaja, los diferentes trajes que utiliza, entre muchas otras nimiedades que sólo alimentan el morbo de su auditorio, como si todo eso fuera tan importante como las preocupaciones que lo trajeron a Guatemala y a México.
La última vez que estuvo el Papa en México se organizó un festival de música en el Estadio Azteca en el que Juan Pablo II tuvo que soportar que lo sentaran en un trono en el centro de la cancha, rodeado de danzarines, sometido a una lluvia de estrellas y de juegos de luces de rayos láser, en un "evento" semejante al Supertazón de Houston, que tenía aspectos casi de idolatría. En esa ocasión el Pontífice mantuvo un rictus de resignación francamente conmovedor. Lo más incómodo de la estrategia de invasión vaticana de ahora es que la misión pastoral del Papa ha quedado sepultada bajo frivolidades o ha estado dominada por los desacuerdos acerca de la existencia de Juan Diego, o de su origen social. Antes sabíamos que era el más pobre entre los pobres, y por esa misma razón la aparición de la Guadalupana había sido un gesto de protección celestial a su orfandad. Ahora nos dicen que era hijo de caciques y propietario de tierras, lo cual puede significar que él mismo tenía entre sus probables trabajadores a los más pobres de los pobres. Entonces, Ƒpor qué la Virgen se le apareció a él, que quizá no necesitaba su consuelo tanto como otros? Lo que sí sabemos es que hasta hace unos cuantos años, Ƒmeses?, la única figura importante en la aparición del Tepeyac era la Virgen de Guadalupe y que ahora, sin una explicación convincente ha surgido Juan Diego como un personaje central. La pregunta que hay que hacerse es si el nuevo santo tiene más apoyo que la movilización reciente para mantenerse en su nueva posición.
Cabe preguntarse si en estos tiempos, dominados por las celebridades de un día, los personajes instantáneos -como las sopas- que han sustituido a los héroes, a los pensadores, a los grandes políticos y a los oradores, era inevitable este tratamiento de Juan Pablo II. Sin embargo, el Papa se merecía un tratamiento mucho más sobrio, más sereno, menos estridente que el que le hemos dispensado. El único precedente de esta movilización es la visita de los Kennedy a México en la primavera de 1963; también entonces las autoridades civiles y religiosas, las organizaciones empresariales y los medios de la época pusieron todas las facilidades para que el pueblo de México se volcara a las calles a saludar al primer presidente católico de Estados Unidos y a su esposa, que también fueron a misa a la Villa de Guadalupe. Sólo que en este caso no los acompañaron el presidente López Mateos y su esposa, que eran evangélicos. Todos nos quedamos felices. Los mexicanos porque constatamos lo guadalupanos que eran los Kennedy, y ellos porque constataron lo anticomunistas que éramos los mexicanos.
P.S. Por cierto, gracias al Estado laico mexicano la llegada de la señora Marta Sahagún de Fox a Los Pinos no provocó una guerra de religión ni conflictos entre México y el Vaticano.