El priísta Arturo Montiel siguió la senda de Fox y también
besó el anillo papal
En el nuevo México, ¡fuera toda simulación!
Estamos dando paso a una era donde cada quien profese la religión
que le parezca: Creel
ROSA ELVIRA VARGAS Y JOSE ANTONIO ROMAN
Ahora fue Arturo Montiel. Acudió a la Basílica
de Guadalupe como también lo hicieron el presidente Vicente Fox
y un buen número de políticos y funcionarios del gobierno
federal. Pero el mandatario mexiquense decidió tomar parte en la
nueva consigna que desde el poder parece rezar: "fuera toda simulación",
y junto con su madre se postró ante Juan Pablo II, le entregó
un regalo que a lo lejos parecía un dorado cáliz y antes
de recibir la bendición del obispo de Roma, besó el anillo
papal.
Al lado derecho del altar, en las primeras filas, el Presidente
de la República cumplió su deseo de escuchar la misa que
oficiaría el Papa. Como la víspera, él y su esposa,
Marta Sahagún, llegaron saludando a cuanto jerarca católico
se presentó ante ellos. Y aunque todo el cuerpo de seguridad estuvo
presente de manera ostensible -¿desarmado?- el mandatario mandó
a paseo el debate sobre si su asistencia sería como un simple feligrés
o si mantendría su condición de gobernante.
No tuvo conflicto para decidir y siguió puntual
la liturgia durante la cual observó, satisfecho, cómo tres
de sus hijos recibían la comunión de manos de Juan Pablo
II. Ellos estuvieron entre los 30 comulgantes seleccionados en una fila
encabezada por el futbolista Alberto García Aspe, ferviente y confeso
guadalupano, pero en la cual apenas fueron visibles tres indígenas.
Porque en el larguísimo ritual de la canonización
del beato Juan Diego, en la misa para reivindicar a los indígenas
desde el catolicismo, ellos fueron los más adulterados en su imagen
y los menos convocados y presentes en la comunión.
Folclor y copal
Al ver el montaje "autóctono" organizado por la
jerarquía católica para la ocasión, más de
uno albergó la esperanza de que el Papa no se haya quedado con la
impresión de que esos danzantes -que más parecían
una representación folclórica de Amalia Hernández-
eran los verdaderos indígenas de México, o que también
lo eran los cuatro hombres enfundados en pantalón y camisa de manta,
con cinturón tricolor tejido, que cargaban el cuadro de Juan Diego.
Lo más lucidor fue, con todo, el ensamble musical
y coral entre la orquesta e instrumentos prehispánicos como caracoles,
sonajas, conchas y chirimías.
Por ahí asomó un poco de humo de copal,
y cuando por fin a las 11 de la mañana el Papa decretó oficialmente
que Juan Diego ya es santo, se desbordaron los "vivas" al indígena
del Tepeyac, aunque para esos efectos el único que puede dar fe
viva de sus milagros, Juan Barragán, sólo pudo conseguir
un arrinconado y perdido lugar en la Basílica.
Pero aquí también, como el martes, el arrebato
religioso de los políticos opacó la extensa misa concelebrada
por Juan Pablo II y los cardenales Norberto Rivera y Eduardo Saraiva, prefecto
de la Congregación para las Causas de los Santos.
El interés oscilaba entre constatar el agotamiento,
la dificultad física que oprime al obispo de Roma, y comprobar que
cualquier funcionario puede usar los días laborables para ir a misa,
violar los ordenamientos en materia de culto y hasta hacer alarde de influencias,
con tal de acercarse a su guía espiritual.
Por eso, más tarde Fox pudo proclamarse mensajero
y convocar a una "revolución de espiritualidad", y quedó
impresionado con la homilía pues, declaró a la televisión,
"nos da tanta energía, tanta esperanza para salir adelante, que
creo que después de vivir esta ceremonia eso no nos va a faltar
a los mexicanos: espiritualidad, valores, energía, para completar
nuestra lucha por construir una gran nación".
Desde ayer, pareciera que el gobierno define el cumplimiento
de la ley como una monserga inservible, puritita hipocresía. Y quién
mejor que el secretario de Gobernación, Santiago Creel, para apuntalar
las públicas manifestaciones religiosas de su jefe.
Defendió que los católicos con altas responsabilidades
políticas pueden enmendar los ordenamientos legales con sólo
apelar a lo "meramente espiritual". Y armó un discurso argumental
sin desperdicio: "Creo que por vez primera estamos dando paso a una nueva
era en donde la simulación ha terminado; este es el nuevo México,
el México de la verdad, el México en donde cada mexicano
va a poder profesar la creencia que mejor le parezca; ese México
por el cual hemos venido luchando y aspiramos en este régimen democrático''.
Y como el buen juez por su templo empieza, Javier Moctezuma
Barragán, el subsecretario de Migración, Población
y Asuntos Religiosos, decidió comulgar en la Basílica. No
se promovió para recibir la hostia directamente de Juan Pablo II,
pero sí la tomó de manos de un diácono.
Era el mismo funcionario que horas antes se refugió
en el argumento de la costumbre católica y en la responsabilidad
de los legisladores por no especificar los límites legales en materia
de práctica religiosa de los gobernantes, cuando se le pidió
que definiera si los gestos que tuvo el jefe del Estado mexicano hacia
su similar del Vaticano constituyen violaciones a la ley.
Para muchos no había otro argumento. Si Vicente
Fox besó el anillo papal, si desacató las leyes que juró
cumplir y hacer cumplir el primero de diciembre de 2000, no había
por qué escandalizarse, "es el nuevo México que vivimos",
decía feliz Josefina Vázquez Mota al salir de la Basílica
antes de abordar uno de los autobuses que trasladaron a los miembros del
gabinete a la ceremonia de canonización.
De hecho, mientras trataba de salir del paso a la pregunta
de si los secretarios que asistieron a la celebración litúrgica
pidieron permiso formal para faltar a su trabajo, Vázquez Mota estuvo
a punto de subir a un autobús equivocado. "Es de Marina...", le
dijo un edecán, y se dirigió al correcto.
Las fronteras del poder
¿Dónde empezaba y dónde terminaba
el poder clerical y el militar en los alrededores y en la Basílica
de Guadalupe? Porque eran elementos del Estado Mayor Presidencial (EMP)
quienes disponían los turnos de entrada, el pase de los arcos metálicos
y demás medidas de revisión. También lo eran los que
decomisaban botellas con agua, refrescos y demás objetos que consideraran
inadecuados. Y algunas muchachas de la grey católica utilizaban
su fugaz poder para instruir a los desmañanados asistentes. Ya adentro,
el EMP marcaba los límites hasta donde era posible llegar con el
boleto asignado, aunque había no pocas señoras muy devotas
que por todo regañaban y ordenaban guardar silencio.
Al término de la misa, el secretario de Salud,
Julio Frenk, se movía como todos, con dificultad, para salir de
la Basílica. Era uno entre los muchos secretarios de despacho que
acudieron puntuales a la cita, aunque en su caso quién sabe si habrá
sido sólo mera disciplina, porque se sabe que el funcionario se
acogió no hace mucho al judaísmo.
Esperemos que su caso no haya sido una más de las
ya proscritas simulaciones...