Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Jueves 1 de agosto de 2002
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Política
El priísta Arturo Montiel siguió la senda de Fox y también besó el anillo papal

En el nuevo México, ¡fuera toda simulación!

Estamos dando paso a una era donde cada quien profese la religión que le parezca: Creel

ROSA ELVIRA VARGAS Y JOSE ANTONIO ROMAN

Ahora fue Arturo Montiel. Acudió a la Basílica de Guadalupe como también lo hicieron el presidente Vicente Fox y un buen número de políticos y funcionarios del gobierno federal. Pero el mandatario mexiquense decidió tomar parte en la nueva consigna que desde el poder parece rezar: "fuera toda simulación", y junto con su madre se postró ante Juan Pablo II, le entregó un regalo que a lo lejos parecía un dorado cáliz y antes de recibir la bendición del obispo de Roma, besó el anillo papal.

Al lado derecho del altar, en las primeras filas, el Presidente de la República cumplió su deseo de escuchar la misa que oficiaría el Papa. Como la víspera, él y su esposa, Marta Sahagún, llegaron saludando a cuanto jerarca católico se presentó ante ellos. Y aunque todo el cuerpo de seguridad estuvo presente de manera ostensible -¿desarmado?- el mandatario mandó a paseo el debate sobre si su asistencia sería como un simple feligrés o si mantendría su condición de gobernante.
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No tuvo conflicto para decidir y siguió puntual la liturgia durante la cual observó, satisfecho, cómo tres de sus hijos recibían la comunión de manos de Juan Pablo II. Ellos estuvieron entre los 30 comulgantes seleccionados en una fila encabezada por el futbolista Alberto García Aspe, ferviente y confeso guadalupano, pero en la cual apenas fueron visibles tres indígenas.

Porque en el larguísimo ritual de la canonización del beato Juan Diego, en la misa para reivindicar a los indígenas desde el catolicismo, ellos fueron los más adulterados en su imagen y los menos convocados y presentes en la comunión.

Folclor y copal

Al ver el montaje "autóctono" organizado por la jerarquía católica para la ocasión, más de uno albergó la esperanza de que el Papa no se haya quedado con la impresión de que esos danzantes -que más parecían una representación folclórica de Amalia Hernández- eran los verdaderos indígenas de México, o que también lo eran los cuatro hombres enfundados en pantalón y camisa de manta, con cinturón tricolor tejido, que cargaban el cuadro de Juan Diego.

Lo más lucidor fue, con todo, el ensamble musical y coral entre la orquesta e instrumentos prehispánicos como caracoles, sonajas, conchas y chirimías.

Por ahí asomó un poco de humo de copal, y cuando por fin a las 11 de la mañana el Papa decretó oficialmente que Juan Diego ya es santo, se desbordaron los "vivas" al indígena del Tepeyac, aunque para esos efectos el único que puede dar fe viva de sus milagros, Juan Barragán, sólo pudo conseguir un arrinconado y perdido lugar en la Basílica.

Pero aquí también, como el martes, el arrebato religioso de los políticos opacó la extensa misa concelebrada por Juan Pablo II y los cardenales Norberto Rivera y Eduardo Saraiva, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos.

El interés oscilaba entre constatar el agotamiento, la dificultad física que oprime al obispo de Roma, y comprobar que cualquier funcionario puede usar los días laborables para ir a misa, violar los ordenamientos en materia de culto y hasta hacer alarde de influencias, con tal de acercarse a su guía espiritual.

Por eso, más tarde Fox pudo proclamarse mensajero y convocar a una "revolución de espiritualidad", y quedó impresionado con la homilía pues, declaró a la televisión, "nos da tanta energía, tanta esperanza para salir adelante, que creo que después de vivir esta ceremonia eso no nos va a faltar a los mexicanos: espiritualidad, valores, energía, para completar nuestra lucha por construir una gran nación".

Desde ayer, pareciera que el gobierno define el cumplimiento de la ley como una monserga inservible, puritita hipocresía. Y quién mejor que el secretario de Gobernación, Santiago Creel, para apuntalar las públicas manifestaciones religiosas de su jefe.

Defendió que los católicos con altas responsabilidades políticas pueden enmendar los ordenamientos legales con sólo apelar a lo "meramente espiritual". Y armó un discurso argumental sin desperdicio: "Creo que por vez primera estamos dando paso a una nueva era en donde la simulación ha terminado; este es el nuevo México, el México de la verdad, el México en donde cada mexicano va a poder profesar la creencia que mejor le parezca; ese México por el cual hemos venido luchando y aspiramos en este régimen democrático''.

Y como el buen juez por su templo empieza, Javier Moctezuma Barragán, el subsecretario de Migración, Población y Asuntos Religiosos, decidió comulgar en la Basílica. No se promovió para recibir la hostia directamente de Juan Pablo II, pero sí la tomó de manos de un diácono.

Era el mismo funcionario que horas antes se refugió en el argumento de la costumbre católica y en la responsabilidad de los legisladores por no especificar los límites legales en materia de práctica religiosa de los gobernantes, cuando se le pidió que definiera si los gestos que tuvo el jefe del Estado mexicano hacia su similar del Vaticano constituyen violaciones a la ley.

Para muchos no había otro argumento. Si Vicente Fox besó el anillo papal, si desacató las leyes que juró cumplir y hacer cumplir el primero de diciembre de 2000, no había por qué escandalizarse, "es el nuevo México que vivimos", decía feliz Josefina Vázquez Mota al salir de la Basílica antes de abordar uno de los autobuses que trasladaron a los miembros del gabinete a la ceremonia de canonización.

De hecho, mientras trataba de salir del paso a la pregunta de si los secretarios que asistieron a la celebración litúrgica pidieron permiso formal para faltar a su trabajo, Vázquez Mota estuvo a punto de subir a un autobús equivocado. "Es de Marina...", le dijo un edecán, y se dirigió al correcto.

Las fronteras del poder

¿Dónde empezaba y dónde terminaba el poder clerical y el militar en los alrededores y en la Basílica de Guadalupe? Porque eran elementos del Estado Mayor Presidencial (EMP) quienes disponían los turnos de entrada, el pase de los arcos metálicos y demás medidas de revisión. También lo eran los que decomisaban botellas con agua, refrescos y demás objetos que consideraran inadecuados. Y algunas muchachas de la grey católica utilizaban su fugaz poder para instruir a los desmañanados asistentes. Ya adentro, el EMP marcaba los límites hasta donde era posible llegar con el boleto asignado, aunque había no pocas señoras muy devotas que por todo regañaban y ordenaban guardar silencio.

Al término de la misa, el secretario de Salud, Julio Frenk, se movía como todos, con dificultad, para salir de la Basílica. Era uno entre los muchos secretarios de despacho que acudieron puntuales a la cita, aunque en su caso quién sabe si habrá sido sólo mera disciplina, porque se sabe que el funcionario se acogió no hace mucho al judaísmo.

Esperemos que su caso no haya sido una más de las ya proscritas simulaciones...

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