Víctor M. Toledo
El DF y la religión del automóvil
El mundo moderno, laico, racional y pragmático, tiene también sus deidades, símbolos inequívocos de su cosmovisión y de su práctica social. Por varias razones, el automóvil es identificado con frecuencia como el icono más notable de la modernidad, la deidad ante la cual millones de seres humanos se inclinan con reverencia. Como veremos, no se trata de una divinidad compasiva y justiciera, sino de una deidad voraz, sucia, insegura y, sobre todo, sanguinaria. En efecto, visto sin anestesia, superado el alud propagandístico y mercadotécnico que adormece a la mayoría de los ciudadanos, el automóvil aparece como una suerte de "máquina infernal", devoradora por igual de seres humanos y de recursos naturales, y causa primaria de la afectación del ecosistema planetario.
La Organización Mundial de la Salud informa que además del cáncer, las enfermedades cardiovasculares, las contagiosas y el sida, otra causa principal hoy en día de la muerte de seres humanos es el automóvil. De 1970 a la fecha, el auto ha matado más estadunidenses que las dos guerras mundiales, más las conflagraciones de Corea y la de Vietnam juntas.
En España, el número acumulado de muertes provocadas por el automóvil alcanzó en 2000 el cuarto de millón de personas, y en Alemania en un solo año las muertes ocasionada por un vehículo quintuplicaron el número de muertes por droga. El 85 por ciento de los accidentes mortales ocurren, sin embargo, en "los países en desarrollo y transición".
La cifra global da escalofríos. En 1999, su majestad el auto hizo desaparecer de la faz de la tierra a entre 750 mil y 880 mil seres humanos (mayoritariamente jóvenes) y dejó heridos a entre 23 y 34 millones de personas (incluyendo peatones y ciclistas).
Esto quiere decir que en una década, la "máquina favorita" eliminará a 8 millones de personas y afectará la vida de otras 200 a 300 millones. En unos años, este sacrificio de vidas humanas no tendrá parangón en la historia, pues ninguna religión, incluyendo la devastadora conquista espiritual de América, habrá hecho desaparecer tantos seres en su nombre. La comprobación empírica de esta tragedia la tiene el propio lector: es difícil no saber de un accidente automovilístico, mortal o no, con personas conocidas.
De acuerdo con el detallado análisis del Transport Research Laboratory (www. factbook.net/EGRF), la tendencia prevista es el aumento de los accidentes, principalmente en los países pobres y menos desarrollados.
El efecto homicida del automóvil se incrementará por tres razones. La primera es demográfica. Cada vez hay más automotores: si en 1950 se construyeron 8 millones, en el inicio del nuevo milenio fueron 40 millones. Esto significa que por cada dos seres humanos que nacieron en 2001 se fabricó un auto. A ese ritmo habrá mil millones de automotores en 2010. La población total del parque vehicular se estima entre los 600 millones y los 700 millones, las tres cuartas partes de uso individual o familiar y el resto para transporte comercial o industrial.
La segunda explicación tiene que ver con la racionalidad productiva. El auto es quizás la mercancía perfecta: se produce en serie y dura cada vez menos; se vende mucho y con muchas ganancias. En efecto, desde que A. Sloan, director de la General Motors de 1920 a 1955, introdujo la producción en masa y el concepto de "obsolescencia programada", no ha dejado de perfeccionarse la fabricación masiva de autos que se vuelven efímeros, es decir, que tienen un corto promedio de vida. De acuerdo con los estudios, el parque vehicular del planeta tiene un promedio de vida de seis años y medio, en tanto que los modelos más recientes tienden a durar no más de cuatro años. Lo anterior, aunado a la construcción de modelos diseñados para velocidades cada vez mayores, han hecho del automóvil el transporte más riesgoso del orbe.
La tercera razón es ideológica. En la sociedad de consumo el auto se ha vuelto un símbolo y sus consumidores se han convertido en feligreses. Bajo la "religión del auto" millones de seres humanos anestesiados por la publicidad creen encontrar prestigio, libertad de movimiento y, sobretodo, poder. Hoy, la antropología de la modernidad encuentra en el automóvil un rito de iniciación por el cual los adolescentes de las sociedades industriales se convierten en adultos. Bajo esta ideología, el "dominio de la velocidad" se ha vuelto uno de los principales objetivos. Se fabrican autos para violar, cada vez mas fácilmente, la velocidad permitida, y en ningún lugar del mundo nadie hace nada por aplicar la ley. Ya es un lugar común en la cotidianidad del mundo moderno, el que nadie respete las normas de máxima velocidad permitida.
Ninguno de los dioses creados por el espíritu humano ha tenido mayores impactos ecológicos que esta deidad, producto de la era industrial. El automóvil no solo utiliza y dilapida recursos naturales de toda índole durante su construcción y su consumo, también genera toda una gama de contaminantes letales de impacto global. Los datos son apabullantes: los automotores consumen más de la quinta parte de toda la energía utilizada por la humanidad y casi la mitad del petróleo. A lo anterior debe agregarse el consumo de níquel, zinc, acero, aluminio, cobre y caucho.
Durante su uso el auto excreta, además, los siguientes contaminantes: metano, ozono, monóxido de carbono, óxido nitroso y por supuesto bióxido de carbono, el principal agente del efecto invernadero, que está provocando el calentamiento del planeta. De acuerdo con los estudiosos del tema, el parque vehicular del mundo emite sobre 900 millones de toneladas métricas de bióxido de carbono cada año, representando 15 por ciento del total de este contaminante que la sociedad humana arroja a la atmósfera. Además, por cada nuevo auto que se construye, con un peso promedio de una tonelada y media, se generan entre 15 y 20 toneladas de residuos, algunos de ellos tóxicos. Finalmente, la contaminación del aire urbano, provocado principalmente por el monóxido de carbono, el plomo y el ozono, es hoy en día un problema que afecta a cientos de ciudades de todo el mundo y que amenaza la salud de millones de seres humanos.
El último aspecto es el político. Difícilmente los gobiernos de los principales países industriales pueden sustraerse a la influencia, intereses y opinión de los principales fabricantes de autos y, por supuesto, nadie olvida la celebre frase de C. E. Wilson, presidente de la General Motors (GM) y secretario de Defensa estadunidense en los cincuentas: "lo que es bueno para Estados Unidos es bueno para la GM y viceversa". La expansión o consolidación de la "religión del automóvil" ha derrocado gobiernos, desencadenado guerras, modificado tratados o inducido enormes fraudes y actos de corrupción.
Desde la perspectiva que ofrecen las líneas anteriores, no se puede dejar de pensar en el DF, donde más de 3 millones de autos saturan y deshumanizan el espacio urbano. Tampoco se puede tener una posición sensata sin aceptar que construir "segundos pisos" es tenderle una alfombra más a la deidad motorizada. El automóvil agregaría así un nuevo súbdito a su larguísima fila de seguidores en todo el planeta. No se logra entender que en un gobierno de izquierda esté ausente una visión critica sobre ese medio de transporte. Igualmente preocupa la ausencia de las otras opciones (transporte colectivo, barato, seguro y no contaminante) en sus proyectos. De confirmarse este "populismo automotriz" pronto veremos masivas muestras de agradecimiento de millones de autos, no de ciudadanos, en el Zócalo de la ciudad. Ojalá y nos equivoquemos. Aún es tiempo de rectificar.
Instituto de Ecología de la UNAM.
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