La Ley Orgánica vde la Universidad Nacional Autónoma de México (1945), después de casi 80 años de existencia, necesita ser remplazada, no me cabe la menor duda; hay que ser consecuentes, reconocer sus limitaciones y mirar para adelante.
El 16 de julio de 1988, poco después del fraude electoral de Carlos Salinas, en pleno Zócalo, mientras esperábamos dar comienzo al mitin de protesta, encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas, abrí La Jornada, comencé a pasar sus páginas y, de repente, encontré publicado en la página 12 un artículo mío que, poco tiempo antes, había entregado en propia mano a Miguel Ángel Granados Chapa, entonces subdirector de La Jornada, quien encaminó la publicación del texto, a página entera (¡vaya espacios del periódico en tiempos aquellos!). Era yo un imberbe, y mi escrito se tituló “Ley Orgánica de la UNAM. Diagnóstico de un cuasi-cadáver”. Se aproximaba el Congreso Universitario de 1992, estábamos en la fase de diagnósticos y, desde tiempo atrás, me inquietaba sobremanera el estado deplorable de la ley de marras. No está de más recordar que en tal congreso dicha ley fue tema tabú, intocable, y al final casi todo quedó como antes.
Hace unos días cayó en mis manos aquel recorte periodístico que conservo desde hace 35 años. Procedí a leer los párrafos y encontré que el texto tiene plena vigencia: confirmo que la Ley Orgánica de la UNAM continúa agonizante, a pesar los esfuerzos hechos por los gobernantes universitarios, para mantenerla oxigenada, mediante verdaderas piruetas legislativas propiciadas por la burocracia jurídica de la institución. (Por ejemplo: el Colegio de Ciencias y Humanidades, como tal, nunca tuvo cabida en el marco de la Ley Orgánica. En 1999 lo desgraciaron, a hurtadillas le cambiaron de nombre, por “Escuela Nacional Colegio de Ciencias y Humanidades”, y lo legalizaron.) ¿Para qué cambiar la ley, si todo cabe en el jarrito sabiéndolo acomodar?
Con el paso del tiempo, la realidad universitaria desbordó lo preceptuado en la Ley Orgánica; varios de sus artículos son inaplicables por obsoletos, y otros, de corte napoleónico, se continúan usando como verdaderas camisas de fuerza. A bote pronto –este espacio no da para más– señalo que la ley universitaria es el sustento de una estructura académica limitada, con docencia e investigación separadas (facultades, escuelas, institutos y centros de extensión universitaria); a la vez que marca el deslinde entre las humanidades y las ciencias, sin contemplar la interdisciplinariedad; también establece la regulación estatutaria de las relaciones laborales de los universitarios, mismas que hoy son muy distintas, pues están fincadas en la vida sindical y los contratos colectivos de trabajo, no previstos por la Ley Orgánica.
En 1945 la universidad contaba en total con menos de 100 investigadores y, seguramente por ello, ese sector quedó excluido de participar en el Consejo Universitario; pero violentando la Ley Orgánica, con interpretaciones a modo, los investigadores fueron incorporados con calzador al aludido consejo. ¡Qué bien que participen! ¿Por qué de esa manera?
Uno de los graves problemas de la UNAM consiste en la inestabilidad laboral de la planta académica, principalmente de los profesores de asignatura. Y esa inestabilidad es auspiciada por la Ley Orgánica, al establecer el ingreso “mediante” la presentación, en tiempo indefinido, de un concurso de oposición, cuando lo lógico sería que el concurso fuese “previo” a la ocupación de la plaza. No es lo mismo ganar una plaza antes de comenzar a trabajar, que someterse a un concurso tres, 15 o más años después de estar trabajando, en interminables e inciertos interinatos, como por desgracia se estila. Urge corregir la norma en que se sustenta tal maña.
La ley, no tan sólo requiere ser modificada para superar la concepción educativa bancaria de la impartición de conocimientos por los profesores; la renovación de la ley se precisa para explicar el significado de la autonomía y demás principios universitarios: libertades de cátedra e investigación, y pluralidad ideológica, etcétera. También conviene pensar en incluir en la ley el ideario de las otras dos funciones sustantivas: investigación y extensión de la cultura, así como decir lo principal de la organización administrativa y financiera de la institución. Ni qué decir que el estudiantado y la democracia, en todos sentidos, incluida en el gobierno universitario, deben ocupar un lugar central en la ley.
La ley actual preceptúa la formación de universitarios “útiles a la sociedad”. El concepto sociedad es amplio y vago. La nueva ley universitaria podría corregir la imprecisión, y, sin dejar de lado a los demás, ponerse principalmente al servicio de los más desfavorecidos, quienes requieren espacios en la universidad, ya bien para formarse o, cuando menos, para acceder a buenos profesionistas egresados de la universidad que los asistan. La UNAM no sólo es una institución pública; también es nacional, y el principal proyecto de nación mexicana, que actualmente se construye a duras penas, apunta en dirección de los pobres.
Considero que en los tiempos de sucesión que vienen, el rector Enrique Graue, los candidatos a remplazarlo, los miembros de la Junta de Gobierno, los consejeros universitarios y técnicos, y los universitarios todos, debemos reflexionar, con miras al futuro universitario que se avecina, en la conveniencia de allanar el camino para el advenimiento, sin prisa pero sin pausa, de una nueva ley para la UNAM, dando santa sepultura a la de 1945.
¡Elevemos la mirada de la educación!
* Profesor en la UNAM