Qué quedó del anarquismo del siglo XIX, esa postura que confiaba, como Reclus en 1896, en la posibilidad de “la ausencia de gobierno como la máxima esperanza del orden”? Trazar las huellas de esa dispersa trama en el siglo XX abriría acaso un nuevo capítulo en las historias secretas que sostuvieron a una esperanza sin esperanza. En rigor, el siglo XX se reveló, de la manera más impensada, como una era dominada –o, más bien, sofocada– por una sola y única configuración: el Estado y sus sombras. No sólo en la marca de sus grandes relatos, sino en cada uno de los intersticios de su vida cotidiana. La pregunta de qué fue lo que propició el titanismo del Leviatán moderno queda, a mi parecer, abierta: sabemos cómo moldeó de forma irreversible y sombría la vida pública y la existencia de sus súbditos –los “ciudadanos”–, pero no conseguimos todavía explicarlo. Si de algo carece el pensamiento contemporáneo es de una teoría convincente sobre los laberintos que hacen posible que el Estado renazca una y otra vez de sus ruinas: no como ave fénix, sino como la metáfora de la figura del alien en la imprescindible cinta de Ridley Scott, que se reproduce a partir de su propio y desvanecido cuerpo. Todavía está por emerger el Maquiavelo del siglo XXI.
No es casual que a finales de los años 90, la tradición an-arkhé cobró un segundo y cuantioso aire, ahora bajo la noción del posanarquismo. Catherine Malabou, una de las filósofas francesas más prominentes de la actual escena mundial, publicó el año pasado ¡Al ladrón! Anarquismo y filosofía, uno de los intentos más audaces por responder a la antigua pregunta de si es posible hablar de una “filosofía anarquista”. Se trata de una obra sorpresiva y arriesgada. ¿Pero hay algo que valga la pena en el pensamiento si no es caminar al borde del riesgo? El de Malabou es un texto que se abre, sin duda, a la zona del pensamiento del riesgo.
En la tradición clásica (Bakunin, Proudhon, Recul) no hay nada más alejado del mundo ácrata que ostentar la posibilidad de su propia filosofía. Para Proudhon, la separación entre pensamiento y acción no hace más que sentar las bases de un principio de autoridad fincado en “las ideas y sus autores”. Bakunin es más radical: “la idea no vislumbra la acción, es la acción misma”. Entre teoría y práctica no mediaría un espacio de bifurcación.
Malabou explora las trazas del concepto de anarquía en seis autores que influyen decisivamente hoy día: Schürmann, Levinas, Derrida, Agamben, Foucault y Ranciere. Es una selección, en cierta manera, paradójica. Tres provienen de la cantera en la que Marx y Freud se dan la mano. Schürmann fue un alumno estelar de Derrida y Hanna Arendt. Los postulados de Agamben parten, en gran medida, de los de Foucault. Y el mundo conceptual de Levinas se remonta a Husserl y la haskalá judía. Cierto, todos arriban en común a una conclusión que representa, a su vez, un punto de partida: el Estado es el centro del abismo de la condición moderna. ¿Por qué no se encuentra en esa lista Gilles Deleuze, cuya obra sería el crisol precisamente de una postura posanarquista? Una pregunta que merece respuesta.
Sin embargo, la hipótesis de Malabou es tan radical y fructífera como pocas. Sobre todo: nos convoca a repensar al posestructuralismo. ¿Qué es la operación de la deconstrucción (Derrida dixit), sino la apertura a una crítica radical de todo logocentrismo? Más áun: ¿se trata de una postura práctica? Hoy, infiere Malabou, el problema no es la destrucción del Estado –como en el anarquismo del siglo XIX–, sino su deconstrucción. El poder se ha fragmentado y dispersado a tal grado (Foucault dixit), que una más vez es preciso plantearse la pregunta: ¿cuál es el lugar de la autoridad? La misma Malabou desarrolló la noción de uberización de las estructuras de poder (como en la empresa Uber que vincula directamente a trabajadores y usuarios sin mediación de corporaciones) para ejemplificar la dificultad de este problema. O el concepto de “poder destituyente” de Agamben, que ya no tiene que ver con el mundo de las instituciones, sino con la forma de restituir soberanía a los cuerpos. Rancière desarrolló la paradoja de un poder soberano que no es localizable en ninguna parte más que en las rondas nocturnas y furtivas de los cuerpos policiacos y el crimen organizado.
¡Al ladrón! parte de una premisa elemental: el poder no es una sustancia, ni una esencia, ni se abigarra en algún laberinto metafísico, es la capacidad de una franja social de modificar la conducta de otra franja social. Así de sencillo. De ahí la fuerza que ha adquirido el posanarquismo en múltiples movimientos sociales que nunca se proponen cambiar el “todo”, ni admiten representación estable alguna.
Como sea, la filosofía crítica actual no puede dejar de recuperar los temas formulados por una filosofía a la que se ha acusado de relativismo, descentramiento, fragmentación y pérdida de horizontes. Es en este disperso abismo “posanárquico” donde acaso se encuentran las interrogantes más candentes de los problemas que representa descifrar el crepúsculo de la condición moderna.