El presidente Joe Biden recientemente nombró a Victoria Nuland, quien fue la persona en Irak de Dick Cheney, como subsecretaria de Estado en funciones, que es el cargo núme-ro dos de ese departamento. Designó a Elliott Abrams, quien además de haber sido condenado por perjurio fue un sombrío apologista de los torturadores de América Central durante el gobier-no de Ronald Reagan, como miembro de su Comité Asesor en Diplomacia Pública.
Mientras tanto, Bill Kristol, el radical y ferviente cabildero en pro de la guerra contra Irak, se tomó la libertad de pedir 2 millones de dólares para pagar anuncios de televisión en los que se urgía a los republicanos a seguir la misma ruta en Ucrania. La guerra puede, o no, ser la salud del Estado, pero de seguro es un tónico para los combatientes de sillón neoconservadores.
En la Casa Blanca, mientras Biden proclama una nueva “política exterior para la clase media”, sus disposiciones han sido mayormente un revertirse hacia las ruinosas tendencias del establishment de las relaciones con el extranjero, en su convicción de que Estado Unidos es una hegemonía benévola.
Una vez más, Estados Unidos es descrita como la nación indispensable. Una vez más los funcionarios predican “un orden basado en reglas”, pero las violan al mismo tiempo que las invocan. Una vez más se nos llama a ser parte de una lucha global entre la democracia y el autoritarismo.
Estamos lanzando una guerra a través de apoderados contra Rusia y, simultáneamente, nos preparamos para una guerra fría contra China, imponemos sanciones económicas contra 26 países, mantenemos más de 750 bases militares en 80 naciones y desplegamos fuerzas en más de 100 estados, y en todo lo ancho de los siete mares.
Aunque Biden se unió de nuevo a los Acuerdos de París sobre el Clima, su zar en el tema, John Kerry, virtualmente ha desaparecido en medio de una serie de obsesiones geopolíticas. Los cambios de Biden, en respuesta de las herejías de Trump, consisten sobre todo en revivir un viejo (y desacreditado) evangelio del sistema político.
Sus nombramientos reflejan esta tendencia. Los líderes del equipo de política exterior –el secretario de Estado Antony Blinken y su asesor de seguridad nacional, Jake Sullivan– son veteranos involucrados en los fracasos del pasado. El halcón Blinken fue un ardiente promotor de la guerra en Irak, de seguro la más desastrosa aventura desde Vietnam. Sullivan, el estratega favorito de Hillary Clinton, fue fundamental para el desastre en Libia, que se enmarcó de manera exuberante como el ejemplo de la “Doctrina Clinton”, antes de que se dejara al país africano hundido en un violento caos. Ahora, hasta los más rabiosos neoconservadores están de vuelta.
Tras la ruina en Irak, uno hubiera pensado que estos ideólogos, en las palabras de James Fallows, “se ganaron el derecho a no ser escuchados”, y se habrían retirado, avergonzados, a escribir sus memorias y sus disculpas en una oscuridad bien merecida. Dos fenómenos les permitieron volver al estado de gracia. El primero fue, desde luego, Trump, y el síndrome de locura que resultó de él. Particularmente los neoconservadores son nuevamente bienvenidos en el abrazo del establishment, con escasas excepciones como la de (el ex asesor de Trump Elliott) Abrams quien sirvió como punta de lanza en el ridículo esfuerzo por derrocar al gobierno venezolano, durante el cual lanzó furiosas acusaciones contra el “aislacionismo” de la nación caribeña, como parte del discurso de Estados Unidos.
El segundo bálsamo que salvó sus fortunas fue la invasión rusa a Ucrania, que permitió revivir todas las convenciones de la guerra fría: Putin es malvado, si no lo detenemos en Ucrania invadirá a Polonia o a los países bálticos, solo una derrota militar lo contendrá.
La responsabilidad de Estados Unidos en los hechos que precedieron a la guerra –la expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte hacia las fronteras rusas, el ignorar despectivamente las advertencias de Moscú, desde todo el espectro político, en el sentido de que no se debía recibir a Ucrania dentro del bloque, la intromisión en la política de Kiev (que corrió a cargo, en especial, de la atroz Nuland)– fue algo que se olvidó de inmediato o se consideró irrelevante.
Los peligros de resucitar a los partidarios estadunidenses de la guerra son muy visibles en Ucrania.
Los neoconservadores como Max Boot y Eliot Cohen ahora atacan a la administración por su cautela en cuanto a dotar de armamento a los ucranios, con el argumento de que las fronteras de Putin pueden ser ignoradas sin correr peligro, y por ello debemos dar a Ucrania el armamento necesario para bombardear directamente a Rusia y Crimea, porque Rusia no sólo debe ser derrotada, sino conquistada.
Como escribió Cohen en The Atlantic: “Necesitamos ver a multitudes de rusos huir, desertar, dispararle a sus superiores, ser tomados cautivos o que los maten. La derrota de Rusia debe ser inequívocamente enorme, y dejar ruinas sangrientas”. A medida en que la guerra en Ucrania ha caído en un estancamiento de brutalidad y sangre, la administración ha accedido lentamente a los llamados a un escalamiento – mediante el envío de tanques, bombas de racimo, mejores aviones F-16 con apoyo de los aliados, misiles de más largo alcance que pronto se suministrarán. Es una táctica que apuesta mucho por la moderación de un líder del que siempre se nos dice que es un demente.
Las implicaciones en el sentido más amplio son aún más ominosas. Biden ha revivido la retórica y las ambiciones de un excepcionalismo estadunidense. El país estará a la cabeza de todas las mesas; nosotros definiremos las reglas y las políticas en todo el mundo.
Como señaló Robert Kagan, el esposo de Nuland, y el principal erudito neoconservador, “las superpotencias no se jubilan”. Kagan afirmó, sin tapujos, las creencias de sus correligionarios: “Ha llegado el momento de decir a los estadunidenses que no se puede escapar de la responsabilidad global… la tarea de mantener el orden mundial no tiene fin y está llena de costos, pero es preferible a la alternativa”.
En la realidad, ha llegado el momento de hacer una valoración brutalmente honesta de los crecientes costos y peligros que vendrán de la militarización de nuestra política exterior. Como indicó Andrew Bachevich, del Instituto Quincy: “Nuestro actual predicamento se deriva de la afirmación, poco honesta, de que la historia ha encomendado a Estados Unidos ser la hegemonía militarizada que deberá marcar la política hasta el final de los tiempos. Pero sí existen alternativas”.
Por desgracia, la administración Biden parece comprometida a seguir el fracasado libro táctico del equipo pro guerra, pero no necesitamos, ni podemos pagar, los crecientes costos de esta política global.
* Directora editorial de The Nation, es autora de una columna semanal en The Washington Post y es presidenta del American Commitee for US-Russia Accord.
Traducción: Gabriela Fonseca
Versión original: https://responsiblestatecraft.org/neoconservative-ukraine/