Que en México habrá, según la situación actual, una elección presidencial disputada entre dos mujeres, es un hecho social y político sobresaliente. Lo es, por supuesto, en cuanto a lo que hace a este país y, también en términos del mundo.
Ya se verá cómo se asientan las preferencias de los ciudadanos en el proceso político electoral que oficialmente ya se inició. Un panorama que se anuncia convulso y rasposo, dadas las condiciones y políticas vigentes.
Podíamos haber ahorrado el gasto de las encuestas promovidas por Morena para designar a quien coordinará los comités para la defensa de la Cuarta Transformación, que es la puerta para la candidatura a la presidencia. También se podía haber evitado el gran e innecesario derroche de recursos públicos en la publicidad que se hizo por todo el país. Un completo dispendio en una campaña que oficialmente no era una campaña política. Y se podía escatimar en la gestión de la burocracia del partido en un episodio en el que realmente nunca hubo alguna duda seria de cuál sería el resultado. Todo eso lo pagamos los ciudadanos. Y esto no significa plantear el asunto a toro pasado. Se pudo ver en “tiempo real”.
Es imposible obviar la cercanía personal de muy largo tiempo y la estrecha relación política de la ex jefa de Gobierno de la Ciudad de México con el mandatario López Obrador. Durante este gobierno tal condición se mantuvo de modo muy claro en la preferencia del Presidente, para protegerla siempre que lo necesitó y para que fuera su sucesora. Todas las señales fueron muy claras. En esto hubo, ciertamente, mucha constancia y coherencia de parte del presidente, lo que se cimentó en su enorme popularidad social, que es mucho mayor en el seno de los simpatizantes y militantes de Morena, mismos entre los que se hicieron las encuestas.
El método adoptado fue una forma de validación de los hechos; el epílogo de la “crónica de un triunfo anunciado”. Las encuestas, tal y como se diseñaron y presentaron públicamente cumplieron de modo cabal su función. El método fue, asimismo, una variación costumbrista, con las adecuaciones propias de las nuevas formas y tiempos, de las prácticas que se usaron durante mucho tiempo para decidir la sucesión presidencial: un tapado-destapado.
El papel de los otros tres aspirantes a la candidatura exhibió que la rivalidad era puntualmente entre Sheinbaum y Ebrard; los demás participaron como piezas accesorias de un modelo para armar. Cada uno de ellos persiguió motivos y conveniencias propias, evidentemente no tan veladas para querer aprovechar el mecanismo, pero no para la finalidad expresa del mismo.
Gálvez llegó en un proceso peculiar también de principio a fin, por decir lo menos, a la virtual candidatura dentro del Frente Amplio. Las marcas políticas suelen ser indelebles. Presenciar la disputa por la presidencia entre Gálvez y Sheinbaum será una experiencia política y ciudadana de cierta originalidad: las personalidades de ambas son muy distintas, su experiencia y su estilo también lo son.
La ex jefa defenderá a ultranza la gestión política y administrativa del gobierno, pues es la designada expresamente para encabezar la continuidad de la transformación. Es una herencia complicada, por razones de personalidad y de liderazgo, por el desgaste propio de los procesos políticos de alta intensidad y gran personalismo como el de los últimos cinco años e, igualmente, por las transformaciones propias de la dinámica económica y social interna y externa.
La herencia con la que se parte consiste en lo que se ha consumado y lo que está en proceso; que es aún mucho, por cierto; en los alcances y las deficiencias de las políticas públicas, las decisiones estratégicas y las acciones que se han emprendido. Eso tenderá a manifestarse irremediablemente, pero ya sin la presencia continua y el modo personal de ser y de gobernar del Presidente. Desde el primer momento de la campaña electoral y de los debates directos e indirectos con Gálvez, la ex jefa estará sola, como les ocurre a los corredores de fondo, y tendrá irremediablemente una pesada sombra proyectada sobre ella y que deberá administrar a su favor para evitar quedar desdibujada.
Quien gobierne se encontrará con un legado muy definido en cuanto a las condiciones que caracterizan a esta sociedad, como lo indican: la extendida militarización del país; la creciente inseguridad pública y la violencia de grupos criminales; los cambios en la estructura institucional; la pobreza persistente; las marcadas carencias y deficiencias en el sistema de salud, entre otros.
En materia de finanzas públicas, o sea, la apropiación de recursos y la asignación del gasto para el último año de gobierno, destacan, sólo como una muestra de los criterios que prevalecen, los siguientes:
El presupuesto de Defensa pasa de 117 mil 272.9 millones de pesos en 2023 a 259 mil 433.8 millones en 2024, un incremento de 121 por ciento, explicado fundamentalmente por los recursos para el Tren Maya, ahora administrado por el Ejército; el presupuesto en educación en 2024 no cambia respecto a lo asignado en 2023.
Mientras, los recursos destinados al sector de la salud caen 55.8 por ciento, respecto a los ejercidos este año, para quedar en 96 mil 900 millones de pesos, debido a una transferencia de 122 mil millones de fondos a la nueva entidad IMSS-Bienestar –una cantidad similar a la empleada para el Tren Maya, cuyo presupuesto crece cada año respecto al plan original–; el rubro del bienestar crece 25.2 por ciento, precisamente en un año electoral.
El presupuesto para 2024 condiciona, así, el inicio del siguiente gobierno