La vida política mexicana resiente todo tipo de transformaciones, anunciadas y no, pero sobre todo debe anotarse que sus contradicciones viejas y nuevas no dejan de aflorar. Los contrastes y las incongruencias no son pocos: a los acuerdos multicelebrados entre las fuerzas políticas les siguen incumplimientos entre los mismos firmantes. La denuncia de irregularidades se convierte en revelación indiscutible de fraude y engaños.
Si en algunos dirigentes prevalece el sentido común, tal virtud no sólo se muestra escasa, sino que en la mayoría de las fuerzas partidistas el juego sucio, la frivolidad, la opacidad y el engaño predominan y contaminan a todas sus filas. De la cumbre al sótano.
El triunfo de la anomia se despliega en todos los planos de la política y de muchas de nuestras relaciones sociales primordiales. El desprecio a las reglas y los acuerdos políticos se ha vuelto flagrante; el rechazo a los otros, una suerte de deporte sabatino. Aun así, todavía hay dentro del tráfago de la vida pública, la insistencia de no pocos de la importancia crucial que tiene para un país del tamaño y la complejidad de México, contar con reglas que todos nos comprometamos a respetar. Se trata, lo sabemos, de apenas el principio de una vida civilizada, pero sin esto la vida se acerca siempre a la violencia, a la ley del más fuerte.
Por razones varias, conocidas por todos pero cada vez más desconocidas por muchos, el origen y los cambios ocurridos en materia electoral querían cubrir y superar una falla mayor de nuestra convivencia: eliminar la desconfianza y acotar el espacio para el abuso de poder. Se quería, y se logró en gran medida, eliminar el fraude electoral para ofrecer no sólo transparencia, sino algún significado creíble a la noción de ciudadanos; para hacer efectivo el principio de mayoría y el respeto a las minorías que rige a cualquier democracia.
Décadas de protestas y represiones, pronunciados caminos cuesta arriba y muchos desencuentros hubo de pasarse para darle voz y cauce al reclamo y al sacrificio de esas voces que, en 1968, pero en realidad desde mucho antes, exigían el respeto a la Constitución. Fueron necesarias décadas de esfuerzos y de imaginación política, así como de entendimiento de las muchas transformaciones que registraba la vida social.
Sin embargo, apenas establecidas las reglas del juego y explorado el rigor jurídico, empezó a ser evidente que el fraude no era más que uno de los síntomas de una enfermedad mayor que ni siquiera se había asumido por la mayoría: la ausencia de una institucionalidad real y efectivamente sustentada por simientes democráticas, lo que implica obligadamente una nueva pedagogía política y cultural.
Dimos por tarea concluida la sola construcción de un régimen de competencia electoral, con candados y cadenas de seguridad; que los partidos existentes representaban la enorme pluralidad que ya entonces se expresaba y que por esto eran los obligados convocados al juego. Así, se llegó a creer, se dejaría atrás el estridente y desafinado coro que toda diversidad ofrece. Además, se creía que con esta pluralidad un tanto cosmética podría contenerse la fragmentación territorial y mental, ahora exacerbada por una economía sometida a un estancamiento del desperdicio.
Esta fragmentación, que recorre la geografía pero está incrustada en las estructuras social y económica, conforma un riesgo mayor para el funcionamiento estable de un sistema político económico capaz de asegurar su propia reproducción. Lo construido como transición tanto de la economía como de la política no respondió como se requería.
Hoy tenemos que admitir que la transición tan celebrada se quedó chica y que ha dado de sí. Que su funcionalidad como fuente de nuevas legitimidades productivas no logró una correspondencia efectiva con una sociedad tan desigual y abierta al exterior como es hoy la mexicana.
La alternancia nunca debió haberse considerado como el objetivo y final de los cambios políticos y electorales necesarios. Más allá de lo que rutinariamente dicen ofrecer los partidos políticos debería estar la cultura democrática; una red de redes, codificadas y no, que debe tejerse entre los miembros de una comunidad.
Tal constructo no responde necesariamente a reglamentos o leyes, sino a una forma de convivencia social, a una ética cordial, como la califica la filósofa española Adela Cortina. Lo olvidamos y ahora muchos se dan a celebrar una polarización que no puede sino ser destructiva.
México tiene pendiente la construcción de un Estado social, democrático de derecho y de derechos. El empantanamiento, la indiferencia actual ante discusiones fundamentales es muestra clara de la levedad, recordando a Kundera, de la política.
Urge reconocer la necesidad construir una pedagogía democrática para el Estado social. Sólo así dejaremos de darle vueltas a la noria del desencanto.