Ayer concluyó en Santiago de Cali, Colombia, la Conferencia Latinoamericana y del Caribe sobre Drogas “Para la vida, la paz y el desarrollo”, un encuentro que reunió a representantes de 19 países de la región en busca de alternativas a la fallida guerra contra las drogas impuesta por Washington hace medio siglo. México tuvo un papel destacado en la conferencia tanto porque fue aquí, durante la visita del presidente colombiano en noviembre pasado, donde se gestó la idea de realizarla, como por la coincidencia de visiones entre los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador y Gustavo Petro en torno a los orígenes de la problemática y las maneras de abordarla.
En el evento de clausura, Petro pronunció un discurso que resonará en la conciencia histórica del continente por la claridad con que expuso las realidades del tráfico y el consumo de estupefacientes, denunció los daños ocasionados por la política coercitiva y desenmascaró los mitos con que se ha prolongado una guerra que no sólo ha sido completamente inútil en su objetivo declarado de evitar que las drogas lleguen a las calles de Estados Unidos, sino que ha multiplicado los males que padecen los países latinoamericanos y caribeños.
El primer jefe de Estado de izquierda en la historia de Colombia no titubeó en calificar de genocidio el resultado de la política antidrogas estadunidense, pues la región ha puesto un millón de muertos para que los funcionarios de Washington evadan sus responsabilidades dentro de sus fronteras y los druglords de ese país disfruten impunemente sus riquezas mientras en el sur cientos de vidas son segadas cada día para alimentar la insaciable voracidad de los habitantes de las naciones ricas por las sustancias sicoactivas que se producen aquí, y que se han convertido en un negocio billonario a raíz de un prohibicionismo arbitrario y contraproducente.
Lo más perverso de esa estrategia dirigida por instancias oscuras como la DEA es que ha usado su aparato propagandístico para convertir a las víctimas en victimarios, para hacer pasar como culpables a quienes se integran a los escalones más bajos del narcotráfico movidos por el hambre y la falta de oportunidades. Al culpar a las víctimas, se oculta a la sociedad el verdadero motor de la crisis de producción y consumo de sustancias adictivas: el modelo económico neoliberal que, en un extremo de la ecuación, eliminó las fuentes de ingresos de millones de campesinos y obreros, empujándolos a las redes del crimen; y, del otro, destruyó el tejido social, las redes de solidaridad, las posibilidades mismas de dar sentido a la existencia propia, una necesidad mental y espiritual que el ser humano sólo puede satisfacer en su naturaleza gregaria, en el amor hacia sus semejantes.
La declaración final de la Conferencia de Cali representa un faro de esperanza para revertir las lógicas punitivas y neocoloniales, y construir una solución dialógica entre iguales, lejos de la tutela de poderes externos que han sido nocivos para Latinoamérica y el Caribe; agentes que sólo han profundizado las desigualdades de nuestras sociedades y les han impedido desarrollar soluciones verdaderas, basadas en el humanismo, la cooperación y el rechazo a la depredación disfrazada de competitividad. Cabe hacer votos porque lo sembrado en Colombia esta semana madure en una institucionalidad regional que trabaje para atajar este desafío a partir de un nuevo paradigma centrado en resolver las causas y no en penalizar las consecuencias.