A fines de 1973 Gabriel García Márquez escribió una meticulosa crónica contando cómo habían sido los últimos días de la democracia en Chile y de la vida de Salvador Allende antes del golpe sangriento de Augusto Pinochet el 11 de septiembre.
La crónica se vendería a los medios de todo el mundo y el dinero recaudado sería destinado a grupos defensores de derechos humanos en Chile.
Hay un dato curioso, que no hace más que comprobar el tipo de periodista que él era: la crónica describe minuciosos aspectos de Santiago, habla de la comida, menciona y describe cafés y plazas de manera detallada, aunque García Márquez jamás estuvo en Santiago. Conversando con chilenos exiliados luego del golpe logró lo que quería: contar a ellos cómo era la ciudad que antes le habían descrito.
Cuando terminó el texto, se le ocurrió mandar a algún escritor de generaciones más nuevas para, en un viaje clandestino, entrevistar a Jaime Gazmuri, dirigente máximo del MAPU (Movimiento de Acción Popular Unitaria), principal grupo de resistencia civil –o sea, no armada– a la dictadura.
García Márquez propuso al uruguayo Eduardo Galeano para la misión, pero los chilenos lo rechazaron por razones obvias: sería imposible para alguien conocido como él estar clandestino en Santiago.
Galeano entonces me sugirió a mí, que vivía desde marzo de aquel año en Buenos Aires y era un escritor bastante conocido en mi casa. Sin embargo, ni los vecinos sabían de mí.
Hubo una larga llamada telefónica de García Márquez, que me interrogó exhaustivamente hasta aprobarme.
Luego recibí en mi casa, al lado de Galeano, a los escritores chilenos Ariel Dorfman y Antonio Skármeta, que me pasaron instrucciones precisas sobre cómo viajar y contactarme con Gazmuri y el MAPU.
Lo que hice entonces fue ir a la embajada de Chile en Buenos Aires, presentarme como corresponsal del diario conservador brasileño O Estado de S. Pablo –algo que jamás fui– y pedir una entrevista con Pinochet. A la mañana siguiente de aquel febrero de 1974 embarqué rumbo a Santiago.
Fueron cinco días únicos. Había toque de queda por todo Chile. A partir de las 17 horas, quien fuera atrapado en la calle sería llevado a la cárcel, donde la tortura salvaje era rutina.
El cotidiano era rarísimo. Los restaurantes empezaban a ofrecer almuerzo a las 10:30 y los clubes nocturnos presentaban espectáculos de striptease a partir del mediodía. La platea reunía amigos que, más que para ver a las chicas desnudándose, aprovechaban para intercambiar información sobre el cuadro brutal vivido por el país.
La gente del MAPU encargada de la seguridad de Jaime Gazmuri estableció qué días de nuestros encuentros serían por la mañana y cuáles por la tarde. Mi rutina entonces pasó a ser absurda: cuando por la mañana era llevado clandestino para reunirme con él, por la tarde iba al palacio presidencial para esperar la entrevista con Pinochet, que jamás sucedió.
A partir del tercer día, una muchacha joven, vestida con el uniforme de un colegio público, aparecía en el hotel para entregarme bolígrafos que no escribían: en su interior había microfilms que yo debería, al volver a Buenos Aires, despachar para Roma, donde se realizaría el Tribunal Russell organizado, entre otros, por Julio Cortázar.
En el penúltimo día de mi permanencia en Santiago, y faltando muy poco para el toque de queda, la muchacha apareció con una pila de papeles, unas ciento y tantas páginas, explicando que no habían logrado hacer el microfilm. Yo debería sacarlas de Chile.
Recuerdo lo que hice: puse los papeles en mi maletín de mano, por encima esparcí mi ropa usada y compré varios libros de elogio al golpe de septiembre y biografías que glorificaban a Pinochet. Cuando en la aduana abrieron mi equipaje, vieron los libros y no dieron vuelta al resto. Conté que era periodista y que mi diario respaldaba con firmeza lo que ocurría en el país desde el derrocamiento “del comunista que amenazaba a todo el continente”.
Además de la entrevista con Gazmuri, escribí dos largas crónicas contando cómo eran los primeros tiempos de la resistencia a la dictadura. Junto con el texto soberano de García Márquez, ese material fue publicado en más de 30 países, y mi nombre entró en la lista de los “enemigos de Chile”, al lado de la orden de detenerme si intentaba volver al país.
Gazmuri permaneció clandestino a lo largo de siete años. En 1980 aceptó, por fin, exiliarse. Fue para Roma, y cuatro años después para Buenos Aires. En 1985 volvió a su país, ingresó al Partido Socialista, fue senador entre 1990 y 2010, y luego embajador en Brasil.
Recién volví a Chile en 1990. Guardo en lo más hondo de la memoria mi primera visita al país, en 1972, y todas las otras muchas que hice después.
Ninguna, en todo caso, con la intensidad con que recuerdo aquellos cinco días. Y, más que la memoria, ese viaje me regaló dos amistades fraternas: la de Paulina y de Jaime Gazmuri.