Cuentan que cuando el presidente de la Generalitat (el Gobierno de Cataluña) en el exilio franquista, Josep Tarradellas, se reunió por primera vez con el presidente español Adolfo Suárez tras morir Franco, en 1977, la reunión entre ambos fue terriblemente mal. Se dijeron cosas feísimas, pero a la salida, Tarradellas dejó estupefacto a Suárez al asegurar a la prensa que todo había ido bien, que estaba profundamente satisfecho.
La mentira dio tiempo a ambos, la relación se encaminó y Suárez acabó restituyendo la Generalitat eliminada por Franco antes incluso de aprobarse la Constitución de 1978. El nuevo régimen y la nueva monarquía, nombrada por el dictador, necesitaban conectar con la legitimidad republicana para echar a andar, y este movimiento se la dio. En aquel momento, en la capital preocupaba más la victoria de socialistas y comunistas catalanes en las elecciones generales de 1977 que el entonces residual movimiento independentista.
En aquella primera cita entre dos personajes importantes de la sobrevalorada transición española, Suárez dijo algo que resume mucho: legalizar el Partido Comunista fue más fácil que legalizar la Generalitat. También hay algo de esto en los tiempos que corren.
El que fuera presidente de la Generalitat hasta 2018, Carles Puigdemont, puso el pasado martes encima de la mesa sus condiciones para negociar la investidura con el equipo de Pedro Sánchez, que necesita los apoyos de su partido, Junts, si quiere repetir mandato. El resumen es de cuatro puntos: respeto y reconocimiento de la legitimidad del independentismo, amnistía y fin de la represión, mediación y mecanismo de verificación de cumplimiento de lo pactado y fijar como único límite para negociaciones futuras lo establecido por los tratados internacionales. Todo esto, como requisito para empezar una negociación que debería también explorar la posibilidad de un referendo de autodeterminación.
La prensa no tardó en elevar a las primeras planas la exigencia de una amnistía previa, pero lo cierto es que esta es, casi, la condición “fácil”. El PSOE lleva semanas lanzando globos sonda sobre esta posibilidad que muchos dan por hecho. La parte compleja llega a partir del tercer punto.
Pocos repararon en la demanda de una mediación, pero es difícil pensar que Pedro Sánchez y todo su partido vayan a pasar por ese aro. No lo han hecho en el pasado. El 4 de octubre de 2017, tres días después del referendo intervenido violentamente por la Policía Nacional y la Guardia Civil españolas, la Comisión Europea (el Ejecutivo de la Unión Europea) estuvo a punto de proponer una mediación entre catalanes y españoles. El impacto de aquel 1º de octubre en Bruselas fue demoledor para España, no hubo brujo ni prestidigitador capaz de convencer de que no estaban viendo lo que decían sus ojos: policías arremetiendo violentamente contra gente que defendía urnas.
El encargado de leer la oferta de mediación iba a ser el vicepresidente Frans Timmermans, del Grupo Socialista. Por este conducto, el PSOE tuvo conocimiento del contenido, y avisó rápidamente al gobierno de Mariano Rajoy. Su principal valedor en el Parlamento Europeo, Esteban González Pons, se plantó en el despacho de todo un vicepresidente de la Comisión para decirle que no podía ser. Sólo faltaban dos horas para que Timmermans leyese el discurso. La discusión fue acalorada, según relata la periodista Lola García en el libro El Muro. El poder del Estado ante la crisis independentista, pero finalmente, el español se salió con la suya y la figura de la mediación europea, anhelada por los catalanes, se esfumó.
Desde entonces, han sido varias las veces que ha estado encima de la mesa. Junts ya la volvió a poner como condición en 2019, en la fallida investidura de Pedro Sánchez que acabó en otra repetición electoral. Entonces, el candidato se negó de plano, pero los votos de Puigdemont no eran tan determinantes.
Con todo, en el PSOE siempre se han opuesto a la figura de un mediador o relator por una sencilla razón: aceptarla es tanto como reconocer que no se trata de un problema de convivencia entre catalanes, ni siquiera un problema político interno español, sino un conflicto entre dos sujetos en cierto plano de igualdad. Esto da al traste con todo el argumentario español.
La reacción del PSOE a las condiciones de Puigdemont fueron muy medidas, al asegurar que no veían ningún escollo insalvable. Igual que con la reunión entre Tarradellas y Suárez, no es esta la verdad. De hecho, la referencia explícita a que Pedro Sánchez está abierto a todo dentro del marco de la Constitución es ya una negativa a la cuarta condición de Puigdemont, la que versa sobre los tratados internacionales como único límite. Para el PSOE ese límite está antes, en la Constitución que sella la “indisoluble unidad de la nación española”.
Nada está cerrado, y lo que digan las encuestas los próximos meses modulará la disposición negociadora de unos y otros, pero si alguien pensó que tras la comparecencia de Puigdemont la investidura estaría más cerca, se equivocó.