En 1970, durante una mesa redonda en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), el notable antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán expresó que la política indigenista era un éxito, porque, tal como demostraba el censo de población, muchos miembros de los pueblos originarios estaban perdiendo muchas de sus características fundamentales. Yo participaba en esa mesa y pregunté al insigne médico e intelectual si consideraba que el etnocidio cultural era un elemento de progreso. Aguirre contestó que así era, porque los rasgos y complejos culturales de los indígenas poseían sólo un carácter defensivo para encarar las condiciones de hambre y miseria.
Aguirre fue la figura estelar del integracionismo indigenista y algunos lo consideraban discípulo del arqueólogo Alfonso Caso, aunque Aguirre poseía una mentalidad científica muy superior a la de don Alfonso. A principios de los años 70, Aguirre se percató de que los movimientos indígenas en América Latina eran más numerosos y se hallaban notablemente fortalecidos, por lo cual este distinguido médico veracruzano decidió acercarse a un grupo de antropólogos que repudiaban el indigenismo oficial y revindicaban a los pueblos originarios. Ya en 1969 Aguirre elogiaba la obra del colega Guillermo Bonfil que estaba siendo buscado por la policía debido al apoyo que había ofrecido al movimiento estudiantil de 1968. Para mi sorpresa, Aguirre me declaró en ese año su intención de apoyar a Bonfil para que asumiera la dirección del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), afirmación que me parecía absurda.
Aguirre no se andaba por las ramas y apuntó que el nuevo indigenismo debía ser en gran medida producto de las luchas sociales de los pueblos indígenas y afrodescendientes, lo cual era una tarea compleja y difícil, y que los antropólogos, especialmente los jóvenes, debían esforzarse al máximo en apoyo a esas luchas. En los 80 conocí a uno de esos jóvenes especialmente esforzados, el etnólogo José del Val, egresado de la ENAH y que verdaderamente mostraba una obsesión compulsiva en la defensa de los derechos culturales de los indígenas y los afrodescendientes. José me informó que ya me conocía porque cuando él estaba saliendo de la infancia había observado que yo era un grandulón en la singular escuela donde ambos estudiábamos: el Instituto Luis Vives.
No era el primer Del Val que yo conocía. En 1967 el controvertido director de Difusión Cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México, Gastón García Cantú, nos convocó a Gilberto Guevara, Enrique del Val y a mí para que nos hiciéramos cargo de una revista llamada Controversia; ahí comprobé que Enrique era un aventajado estudiante de economía y compañero que ofrecía una cálida amistad. En cuanto a Gilberto se sabe muy bien que fue un importante dirigente del movimiento estudiantil y luego se transformó en un pensador oficialista.
Enrique me invitó a la casa de sus padres, exiliados por la llamada Guerra Civil en España y quienes se distinguían por su honestidad, decoro e inteligencia. En esos tiempos ignoré por completo que Enrique tenía dos hermanos de cuya presencia no me enteré entonces.
A José lo conocí en los 80 en una reunión convocada por los editores de la revista Nueva Antropología. José me llamó la atención por su impetuosidad, por su impaciencia en relación con lo incómodo de nuestras tareas y exigir que dejáramos de ser intelectualillos apolillados. Mostraba particular interés por que nos envolviéramos en prácticas emancipadoras al lado de los indígenas y afromexicanos.
En la jornada del 1º de septiembre se apuntó que Del Val era un aliado incansable de los pueblos originarios y que había fundado en la UNAM el Programa Universitario de Estudios de la Diversidad Cultural y la Intercultural. Vaya si era incansable: al correr del tiempo ocupó puestos públicos de singular importancia donde mostró sus notables dotes de organizador y empeñoso defensor de las poblaciones oprimidas y explotadas.
José se fue alejando del maximalismo, ya que, conforme a su pensamiento, en la situación actual no era posible generar cambios radicales de carácter estructural y por ello tenía confianza en que su laboriosa actividad conformara equipos en apoyo a los grupos vulnerables. En esas prácticas mostró siempre una notable generosidad que lo distinguía casi a cada minuto. Fue además un notable maestro en la ENAH, la UNAM e incluso con los chicos del Centro Escolar Hermanos Revueltas, fundado por otro excelente académico y luchador social, Eugenio Filloy.
Para Del Val, el reconocimiento de la pluralidad cultural en México no podría tener gran relieve si no se apoyaba a las comunidades indígenas y afrodescendientes con un amplio acervo de recursos presupuestales en el marco de gobiernos autonómicos. José no fue sólo un notable amigo, sino en ocasiones un interlocutor opositor a mis puntos de vista, así, apoyó al inestable Vicente Fox, asunto que yo discutí frecuentemente con él y asimismo en muchas otras materias, y cabe señalar que esos debates acalorados contribuyeron mucho a mi parte de formación como antropólogo. El programa está obligado no sólo a conservar la herencia de Del Val, sino a enriquecer sus propios ejercicios, tal como él lo deseó siempre en vida.
*Antropólogo e investigador del DEAS-INAH