Al rememorar el sanguinario golpe de Estado perpetrado contra Salvador Allende hace 50 años, el presidente Andrés Manuel López Obrador reconoció los avances que se han dado para la consolidación de la democracia en América Latina, pero advirtió que persisten riesgos de retorno del fascismo, intervenciones militares y de que los gobernantes elegidos por el pueblo sean depuestos por grupos oligárquicos. El mandatario señaló que en la actualidad estas operaciones cobran la forma de golpes de Estado “técnicos o mediáticos”, en los que los medios de comunicación corporativos manipulan la información a fin de mantener el régimen de saqueo que los ha enriquecido.
Basta con echar una mirada rápida a los acontecimientos del pasado reciente para constatar que el Presidente alude a un peligro real y acechante: desde 2002, distintas configuraciones que reúnen a las fuerzas armadas, los parlamentos, los poderes judiciales, las cúpulas empresariales y los medios de comunicación han derrocado a Hugo Chávez (Venezuela; volvió al poder en 48 horas gracias a la movilización popular y la lealtad de algunos integrantes del Ejército), Manuel Zelaya (Honduras, 2009), Fernando Lugo (Paraguay, 2012), Dilma Rousseff (Brasil, 2016), Evo Morales (Bolivia, 2019) y Pedro Castillo (Perú, 2022).
Además de los golpes consumados, ha habido una desestabilización de signo claramente golpista contra otros gobernantes progresistas, como Rafael Correa en Ecuador y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina. Hasta la fecha, ambos personajes sufren una implacable persecución política operada por instancias judiciales. Luis Arce, quien restauró la democracia en Bolivia tras el gobierno de facto de Jeanine Áñez, tuvo que luchar contra la sedición de sectores ultraderechistas que aúnan el racismo y el separatismo a la defensa violenta de sus intereses de clase. Ahora mismo, el presidente Gustavo Petro enfrenta un despiadado operativo de lawfare (uso de maquinaciones judiciales y legislativas para deponer a mandatarios incómodos a los intereses de las oligarquías), así como amenazas directas de altos militares en retiro e intentos de atentar contra su vida y la de la vicepresidenta Francia Márquez.
En nuestra frontera sur, el presidente electo Bernardo Arévalo denuncia que Guatemala vive un golpe de Estado que “se está llevando a cabo paso a paso, mediante acciones espurias, ilegítimas e ilegales en distintas instancias, cuyo objetivo es impedir la toma de posesión de las autoridades electas, incluyendo al presidente, la vicepresidenta y los diputados y diputadas” de Movimiento Semilla al Congreso de la República. Esta semana, un juez ilegalizó al partido triunfador en las elecciones presidenciales, y las bancadas derechistas del Legislativo desconocieron a la formación política, lo cual impedirá a los integrantes de Semilla ocupar cargos parlamentarios de peso. La persecución contra Arévalo y su movimiento inició cuando rompió todas las previsiones de la casta dominante al ganar la primera vuelta de las elecciones presidenciales, y en ella se han involucrado la Fiscalía General, jueces, e incluso la Suprema Corte de Justicia.
Aunque México parece ajeno a estas asechanzas, la realidad es que en apenas cuatro meses se han producido dos conatos de golpe de Estado, ambos desactivados rápidamente por sus propios promotores al darse cuenta de que contaban con nulas posibilidades de éxito debido al abrumador respaldo social del que goza el gobierno federal: en mayo, la fracción del PAN en el Senado solicitó a la Suprema Corte que destituyera al presidente López Obrador, y hace menos de 10 días, el 23 de agosto, el ministro de la SCJN Luis María Aguilar Morales presentó a sus pares un proyecto que proponía lo mismo.
La ciudadanía debe permanecer alerta y defender sus conquistas históricas de cualquier amenaza, pues resulta evidente que las derechas desprecian la voluntad popular y están dispuestas a desatar verdaderos infiernos de violencia con tal de preservar y ensanchar sus privilegios.