Bernardo Arévalo, el candidato progresista que ganó en segunda vuelta la elección del pasado 20 de agosto en Guatemala, fue declarado presidente electo anoche por el Tribunal Supremo Electoral (TSE); sin embargo, unas horas antes, el Registro de Ciudadanos, dependiente de esa instancia judicial, dejó sin personería jurídica al partido que lo postuló, Movimiento Semilla, a instancias del juez Fredy Orellana, un personaje con fama pública de corrupto y ejecutor fiel de los designios de la oligarquía militar, empresarial y delictiva que controla las máximas instancias de poder en esa nación vecina.
Aunque la ilegalización del partido ganador de los pasados comicios no tiene por qué interferir con la asunción de la jefatura del Estado por parte de Arévalo, el hecho coloca una espada de Damocles sobre la cabeza del próximo presidente guatemalteco, el cual ha debido enfrentar como candidato una feroz ofensiva judicial en contra suya y de la organización que lo postuló y, por lo visto, la seguirá confrontando.
Es claro que, una vez que los sectores oligárquicos del país centroamericano vieron la imposibilidad de frenar el triunfo en las urnas de Semilla y su abanderado, empezaron a construir un entramado jurídico con el propósito de mantener a Arévalo atado de manos: por una parte, su partido deberá enfocarse a defender su legalidad, lo que inevitablemente lo distraerá del que debiera ser su esfuerzo central del momento –formar gobierno– y, por la otra, la suspensión de su personería jurídica obstaculizará severamente la toma de posesión de los candidatos de Semilla a cargos legislativos y municipales.
Lo anterior puede colocar al mandatario progresista en una situación de soledad y aislamiento lo suficientemente agudas como para impedirle el cumplimiento de sus propuestas fundamentales.
En suma, pues, si bien las derechas guatemaltecas no han tenido más remedio que allanarse al triunfo electoral de una opción progresista que hizo de la lucha contra la corrupción su principal bandera y que recibió un contundente respaldo popular en las urnas, ahora anuncian sin ambigüedad su intención de convertir a Arévalo en rehén por la vía de los procesos legales, y a su presidencia, en una mera simulación formal.
En esta circunstancia, resulta de suma importancia que la comunidad internacional y, en la vanguardia de la acción, los gobiernos de América Latina se solidaricen con el próximo jefe de Estado y contribuyan a desarticular la asechanza oligárquica tendida en contra, no sólo del mandatario electo, sino de la esperanza de instaurar una democracia real en Guatemala.