Toda obra de arte es un robo. Al menos, sospechosa de serlo. La idea suele asociarse a Picasso, pero les pasa a casi todos los creadores casi todo el tiempo. El rock es de hecho una de las formas de arte más “ladronas” de la modernidad y la posmodernidad, apoteosis de Arte Como Robo y pastiche. Si algo caracteriza a las artes del siglo XX, ya no digamos del actual, es el collage, la copia, el montaje, la dichosa “mezcla”, las variaciones sobre un tema.
Figuras mayores literalmente robaron algo de alguien con descaro; pocas veces tuvieron que pagarlo. Los Beatles le bajaron Come Together a Chuck Berry (quien tampoco estaba libre de culpa con su Johnny B. Goode), pero también al viejo barroco (aquel periodo de robos continuos), ragas indias. El género mismo nace copiando: blues, swing, r&b, folk, country, jazz.
Tres de los peores amigos de lo ajeno, no importa el orden, son los Rolling Stones, Led Zeppelin y Bob Dylan. ¿Perdonamos sus atracos? No sólo eso, los agradecemos con cierto cinismo. Los Stones bajaron canciones a los muertos, como Robert Johnson, a los vivos como Ry Cooder y Marianne Faithfull (Honky Tonk Women y Sister Morphine, respectivamente) y hasta entre sí mismos. A los Glimmer Twins nunca les importó a quién atropellaban o espantaban.
Los robos, ¿son creaciones también? Buena parte de lo que le hemos conocido a Dylan proviene, o podría provenir, del cancionero popular estadunidense (del que ahora resulta un erudito fenomenal), pero llevan siempre estampada la firma de Mr. Bob. Hasta el Nobel se ganó. Por testimonios de sus amigos de cuando era provinciano, antes de mudarse a Nueva York (ver No Direction Home, documental biográfico de Martin Scorsesse, 2005), sabemos que robaba los discos sin pudor alguno, una de las traiciones más difíciles de perdonar. Y todo para que Zimmerman resultara Dylan por siempre.
Erigió sus héroes, reinventó su mito en repetidas ocasiones, fingió, mintió, ocultó (también divulgó, conste) para sumar un corpus total que incluye los villancicos de Navidad más horribles y el repertorio de Frank Sinatra. Ante su aporte uno olvida lo ratero que ha sido. Él sabe bien que su Blind Willie McTell es una joya tan perfecta como cualquier cosa de Lightnin’ Hopkins, Charley Patton y el mismo McTell. Envestido con los privilegios del hombre blanco, se embuchó lo que quiso y ganó fama gracias a su relación original y promiscua con el cancionero popular, tanto negro como blanco. A confesión de parte: en 2001 produce Love and Theft (Amor y robo).
En cuanto a Led Zeppelin, bueno, esos cuates deben muchísimas, pero por pocas han tenido que pagar. Willie Dixon les ganó en tribunales el derecho a firmar Whole Lotta Love y ser remunerado por ello. Menos suerte tuvieron los sobrevivientes de la gran banda sicodélica Spirit cuando solicitaron legalmente a los zepelines que dieran crédito al difunto Randy California, cerebro del grupo y autor de Taurus (1968), pieza muy similar al comienzo melódico de Jimmy Page en Stairway To Heaven (1970). Ni siquiera pedían dinero, sólo incluir el nombre de Randy. Pero los fieros abogados de Page-Plant ganaron el caso. También sin consecuencias Led Zeppelin les dio baje a Howlin’ Wolf, Blind Willie Johnson, Sonny Boy Williamson, Robert Johnson y a su propio bajista John Paul Jones.
Al paso del tiempo y con las nuevas técnicas collage, las libertades de las estrellas de rock, pop y demás se multiplicaron. A la vez hoy resulta más intrincado y riesgoso robar que hace 50 años. Como en la vida real, existen más cámaras y penalizaciones, y más asaltos. Las formas de cadáver exquisito surrealista y copy-paste tipo William Burroughs-David Bowie en las letras se diversificaron a escala internáutica. Musicalmente, llegó el momento en que los diyéis reclamaron estatus de creadores, y ahí tienen a Moby, Tricky, Fat Boy Slim, ya no digamos los productores de hip hop y música electrónica, en lo que fueron precursores Brian Eno y David Byrne en My Life in the Bush of Ghosts (1981).
También progresan las regulaciones y las herramientas de prueba judicial. El dominio trasnacional de los “dueños” de los derechos es implacable. ASCAP todavía cobra regalías en películas y espectáculos por Happy Birthday, que tiene más de un siglo de antigüedad y es parte del cancionero básico mundial. Aquí la apodamos Apio verde.
¿De quién es la música? La actual maraña de plataformas, rastreadores, fantasías algorítmicas e inteligencia artificial, con lo ingobernables que parecen, domina férreamente el copyright. Ese dinero se tiene que cobrar. ¿O es de todos, un “regalo” para los comunes, como plantea Jonathan Lethem en El éxtasis de la influencia (Vintage, 2012)?
Los plagios han proliferado en otras áreas, como la escritura. También las técnicas de sabueso y delación en Google, las leyes escritas y las reglas gremiales tácitas sobre la propiedad propiamente dicha en frases, ideas, libros enteros, guiones. En México, graves acusaciones de plagio han soltado la jauría contra presidentes, jueces, novelistas, articulistas, académicos, cantautores. Sin embargo, como en otros ámbitos, la impunidad es recurrente, aunque algunas carreras sí han sido demolidas por los policías privados de la propiedad privada intelectual.
La música y las artes plásticas son más dúctiles que la escritura en sus apropiaciones, paráfrasis y variaciones. El viejo síndrome Bach-Vivaldi. ¿Cuánto se justifican o no el copyleft, la expropiación, la piratería y sobre todo la imitación embozada, el hurto de extractos, el canibalismo de ideas?