Asterio lleva años de atravesar ese jardín rumbo a la mueblería donde todos los viernes lo espera el contador Fragoso, uno de sus clientes fijos. Lo gratifica con buenas propinas y asegurándole que nadie le saca mejor brillo a los zapatos. “Es por la escupidita”, comenta el aseador de calzado con gesto sobrado y malicioso.
Sigue caminando y no deja de pensar en la actitud cordial de la enfermera que, minutos antes, le había salido al paso para ofrecerse a tomarle la presión. “A mi edad, ¿usted cree que todavía se me alborote?”, le contestó por juego. “Ya veo que es usted un bromista”, argumentó ella, indiferente al doble sentido del chiste. Asterio puso encima de una banca su cajón de bolero en señal de que aceptaba el examen, mostró su brazo y se mantuvo, entre incómodo y divertido, durante los segundos que el baumanómetro manejado por la enfermera le producía la sensación de que lo estaban inflando.
Después de repertir la prueba dos veces, ella le dio la buena noticia de que lo encontraba muy bien de su presión –¿podía referirse a la de otro?– y quiso saber si estaba tomando algún medicamento para mantenerla en tan buenos niveles. Él respondió que sí: todo lo que le tenían prohibido y, riendo, se despidió sin dar tiempo a que ella siguiera preguntándole por su salud, pero la escuchó desearle felicidades para el Día del Adulto Mayor, ya muy próximo.
II
Asterio trató de imaginar cuánto tiempo llevaba sin recibir felicitaciones y mucho menos de que una mujer estuviese tan cerca de él como para sentir su delicado olor a jabón. Si no fuera tanta su urgencia por llegar al baño de la cantina, al otro extremo de la calle, se habría quedado para provocar a la enfermera preguntándole por qué demonios se festejaba el Día del Adulto Mayor cuando sería tan sencillo llamarlo simplemente Día de los Viejos.
Muchas veces se ha puesto a pensar en cuál es la razón de que todo el mundo le tenga tanto miedo a esa palabra –viejo–. A menos que la usen en tono despectivo, casi todo el mundo la evita como si se tratara de una enfermedad que con sólo mencionarla contagia. Entre las muchas teorías con que entretiene sus horas de inactividad, Asterio ha fraguado una respecto a la decrepitud: la vejez no es infecciosa, sino hereditaria.
Sabemos que está allí, esperando, pero siempre la vemos como algo lejano, dirigido a otro destinatario hasta que llega el día en que empieza a atraparnos, con velocidad creciente, en su interminable catálogo de arrugas, canas, fallas, carencias. Puertas que se cierran: punto final.
III
Con pretexto de atarse la agujeta del zapato, Asterio se vuelve, mira sobre su hombro y ve a la enfermera salir al encuentro de una pareja de jóvenes que –es fácil suponer– en cuanto la escucha acelera el paso para mostrar su desinterés por tomarse la presión. Ella lo agradece y continúa serena, con una sonrisa que disimula su desencanto y sus temores. ¿Tendrá que cumplir una cuota “de inflados” al día? –se pregunta el aseador de calzado.
Asterio experimenta cierta ternura hacia la enfermera. Le gustaría regresar a su lado y pedirle que vuelva a tomarle la presión, tal vez se haya equivocado y él no se encuentre en tan buenos niveles como ella le aseguró, cosa explicable si se toma en cuenta que se trata de una persona de la tercera edad, de un viejo –se corrige con el gesto de quien acaba de lograr una pequeña hazaña.
IV
Asterio recuerda lo que de niño le dijo una cartomanciana que leyó su mano. Aún lo maravilla pensar que en su palma izquierda esté escrito su destino final. Lástima, porque después de tantos años de manejar tintes y solventes sus huellas están agrietadas, confundidas como un laberinto, al grado de que ya no revelan nada acerca de tiempos y fortunas.
Cosa muy distinta son esas punzadas intensas, brevísimas, que lo obligan a toser, le entrecortan la respiración y lo llevan a preguntarse si serán el primer aviso de que su vida está a punto de terminar. Pasados unos segundos, en cuanto se repone, lo olvida todo y piensa que no hay de qué preocuparse: nadie muere la víspera, excepto su abuelo Marcelino.
El viejo varias noches consecutivas soñó que moriría en sábado. Durante años esos días los pasó refugiado en la casa con toda su familia, como soldados que se parapetan en una torre para protegerse del enemigo. Sus precauciones fueron inútiles: don Marcelino murió un viernes.
V
Mientras asea de prisa el calzado del contador Fragoso, Asterio confía en que, al atravesar el jardín, aún siga allí la enfermera. Para acercarse a ella aún tiene el recurso de pedirle que vuelva a tomarle la presión o que le escriba en un papel los niveles en que se encuentra por si se lo piden la siguiente vez que lo ausculten.
En cuanto termina de darle el servicio al contador Fragoso se despide rápido y rumbo a la salida se detiene en el baño. Al acercarse al lavabo, sin proponérselo, se mira en el espejo y como para cerciorarse de que realmente es él recorre con la mano sus facciones. ¿Cuánto tiempo llevaba de no verse con cierto interés, como lo está haciendo ahora?
Por lo menos, desde hace cuatro años, cuando la Unión les organizó, en la explanada delegacional, un desayuno para celebrar a todos los aseadores de calzado.
Este será el tercero en que no haya festejo. Ni pastel, conjunto norteño ni rifa de pantallas y otros aparatos domésticos que arrancan gritos triunfales a los favorecidos. Asterio no lo lamenta. Él ya recibió por adelantado sus regalos con motivo de El Día del Adulto Mayor: el delicioso aroma del jabón y la proximidad de una mujer. Es posible que, por casualidad, vuelva a encontrarla en el mismo jardín o en otra parte; sí, ¿por qué no? Tal vez un día…