Más allá y más acá de la naturaleza de esta guerra, no sólo declarada, sino indeclarable, estudiada por juristas de la talla de José Ramón Cossío, la tormenta parece no tener fin. No es posible fechar cuándo comenzó la tragedia, pero hoy se nos informa que son centenares de jóvenes mexicanos quienes, por diversas razones, han sido y siguen siendo reclutados a las filas de crimen organizado. Tampoco es posible ahora hacer un diagnóstico de la magnitud y los alcances de la desgracia; de hecho, tenemos que rendirnos a la evidencia difusa y confusa, pero evidencia al fin: son muchas las decenas de jóvenes quienes han sufrido los embates de esta violencia brutal. Vidas malogradas que terminan con esperanzas e ilusiones personales y familiares, sin que haya algún sendero. Lo mismo debemos reconocer lo que ocurre en el territorio, donde se libran todas las batallas sin miramiento alguno para hogares y construcciones civiles.
Es por ello, entre otras razones, que sigue alarmándome el uso corriente, hasta desparpajado, de la noción de guerra, hasta de guerra civil, al que se han dado algunos destacados analistas y periodistas. Por lo demás, no hay indicio alguno de que algo así como una idea de “guerra civil” esté en el centro de los embates que, a diario, despliegan los batallones del narco, devenidos terroríficos batallones de la muerte.
Sus contingentes están en Michoacán o en Tecomán, en Tepito o en La Lagunilla, en Guanajuato, desplegando acciones desenfrenadas que van del cobro de derecho de piso a extorsiones y saqueos. Son hechos que, al parecer, nada o poco tienen que ver con la irrupción original directamente emanada del tráfico de drogas.
Criminalidad impune e imparable: los comerciantes del centro de la ciudad o los limoneros de Michoacán temen denunciar a los extorsionadores, ya que las reprimendas pueden ser despiadadas. Por su parte, los encargados del orden y la seguridad ciudadana no intervienen porque no hay denuncias. Y así, la terrible criminalidad sigue desarrollándose sin encontrar mayor obstáculo y contaminando todos los planos de la vida pública.
Así, en prácticamente todas las querellas, nos comportamos como si todos hubiéramos adoptado el “modo guerra civil”; hacemos de cualquier diferencia o divergencia motivo para la confrontación y el llamado a filas. Ejemplos no faltan, pero hasta ahora el punto crítico se ha depositado en la educación.
Frente a opiniones conocedoras y honestas, como las de Gilberto Guevara y Eduardo Backhoff quienes, junto con muchos conocedores más del tema educativo, han expresado con seriedad sus preocupaciones en torno a contenidos de los libros de texto gratuito, se responde con diatribas. A una honesta toma de partido por la educación básica, laica y popular, pero configurada con el máximo rigor pedagógico y didáctico se responde con ofensas, tildando la crítica honesta de “conspiración” inspirada en aquellas lamentables manifestaciones de la extrema derecha en los años 60. En lugar de una prudente reconsideración y deliberación sobre el delicado tema de la educación infantil y juvenil, se opta por desautorizaciones e infamias.
Todo es litigio, objeto de campaña; pretexto para tachar al otro, al que no piensa como yo, de enemigo y traidor. De la educación y la formación de los niños y jóvenes; de la desigualdad imperante; de la seguridad social o el trabajo mejor no acordarse, parecen decirnos las falanges morenistas. Mal augurio para la nación. Peor para la política democrática que tendrá que enfrentar enormes pruebas.
Cuando desde la cumbre del poder se confunde el debate con el embate, podemos temer lo peor. Cuando no hay respeto para el diferente o el adversario, cuando el diálogo se sustituye por el monólogo no hay democracia. No puede haberla.
Exigir responsabilidad a los actores políticos, que se hagan cargo de las implicaciones corrosivas que tiene la ruta por la que se han embarcado, es obligación ciudadana. Hay que adoptarla sin demora.