Aun antes de su presentación oficial, el libro Un ejército de todos, escrito por el general retirado Ricardo Martínez Menanteau, comandante en jefe del Ejército de Chile entre 2018 y 2022, ya desató revuelo en las cúpulas castrenses de ese país. El 50 aniversario del golpe de Estado que derrocó al presidente Salvador Allende y entronizó la cruenta dictadura de Augusto Pinochet es un momento delicado para la convivencia entre los mandos civiles y los estamentos castrenses que jamás han reconocido la responsabilidad de los militares en ese capítulo atroz de la historia chilena.
El Cuerpo de Generales y Almirantes, formado por generales en retiro, envió hace unos días una misiva al presidente Gabriel Boric para manifestar que las actividades conmemorativas del 11 de septiembre “están provocando mayor división en los connacionales” y afirma: “no podemos quedarnos en un silencio culposo ante tanta agresividad y denostación a las fuerzas militares y policiales que efectivamente tuvieron participación –aunque no buscada ni deseada– en el quiebre institucional del año 1973”, el cual “pareciera que el señalado quiebre lo hubiesen llevado adelante unilateralmente las Fuerzas Armadas, olvidándose que sus causas jamás se generaron en los cuarteles”.
Para mayor disgusto de sus compañeros de armas, Martínez Menanteau –un hombre que a los 15 años de edad ingresó al Ejército y que salió de él tras ejercer su jefatura máxima– lanzará este martes, en el Aula Magna de la Universidad Católica, en Santiago, un libro singular, “concebido originalmente como un documento destinado a rescatar y fortalecer el ethos militar dentro de la institución armada” y que “pretende revalorizar la imagen del Ejército ante la ciudadanía” y “contribuir, a 50 años del quiebre de nuestra convivencia nacional, al indispensable rencuentro de todos los chilenos”, según se lee en la reseña del volumen. Sin embargo, Un ejército de todos aporta un reconocimiento crudo y sin precedente, formulado desde el interior de las Fuerzas Armadas, de algunas de las más graves violaciones perpetradas por los uniformados a los derechos humanos, a la legalidad y al pundonor militar.
Por la relevancia y el interés de esta mirada única, en vísperas del 50 aniversario del cuartelazo del 11 de septiembre de 1973, La Jornada ofrece a sus lectores, en exclusiva para México, algunos pasajes de Un ejército de todos, con la amable autorización de JC Sáez Editor.
De la Redacción
Asesinato del general Schneider
En mayo de 1970, el comandante en jefe [general René Schneider] difundió una política que debía guiar la conducta del Ejército. Era la continuación de la mirada histórica institucional consistente en respetar la Constitución de la República, que la prensa hasta el día de hoy ha denominado “doctrina Schneider”. En ella se reiteraba un precepto fundamental del Ejército, que era respaldar y respetar la carta fundamental del país.
Consultado el comandante en jefe sobre lo que sostenían dichas candidaturas, señaló: “Nuestra doctrina y misión es la de respeto y respaldo a la Constitución Política del Estado. De acuerdo con ella, el Congreso es dueño y soberano en el caso mencionado y es misión nuestra hacer que sea respetado en su decisión” (entrevista en el diario El Mercurio, 8 de mayo de 1970).
Este compromiso con la Constitución le costó la vida. Dos días antes de que el acuerdo entre la Democracia Cristiana y la Unidad Popular tuviera lugar para elegir en el Congreso Pleno a Salvador Allende, el 22 de octubre de 1970, mientras el comandante en jefe del Ejército se dirigía a su trabajo, un grupo de individuos de extrema derecha rodearon el vehículo disparando en múltiples ocasiones sobre el general, quien falleció días después en el hospital militar, dada la gravedad de sus heridas.
En el asesinato del general Schneider hubo participación de civiles y de militares en servicio activo y en retiro, los que habrían contado con el apoyo de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos.
Sobre la participación de esta entidad extranjera, se puede señalar que el 18 de octubre de ese año, hubo comunicaciones que daban cuenta del embarque de armas y municiones desde Estados Unidos que llegaron a la embajada de ese país en Chile para ser usadas en el secuestro del comandante en jefe del ejército.
En una de las notas de la CIA, se indicaba que “neutralizar a Schneider será un prerrequisito clave para el golpe militar, ya que él se opone a cualquier intervención de las Fuerzas Armadas para impedir la elección constitucional de Allende”.
Las armas proporcionadas por la CIA habrían sido entregadas a un grupo de oficiales chilenos liderados por los generales Camilo Valenzuela y Roberto Viaux, quienes tuvieron los principales roles en la planificación y conducción del grupo que atentó y dio muerte el general Schneider.
Nombramiento del general Prats como comandante en jefe
Tras el asesinato de Schneider, el presidente Frei Montalva nombró a quien le seguía en antigüedad, el general Carlos Prats, decisión que posteriormente fue ratificada por el presidente Allende.
Es importante señalar que, producida la elección de septiembre de 1970 y en el lapso anterior a su asesinato, los generales Schneider y Prats, más los comandantes en jefe de la Armada y Fuerza Aérea, fueron autorizados por el presidente de la república y su ministro de Defensa, para prestar asesoría técnica a los grupos parlamentarios que negociaban la reforma constitucional conocida como Estatuto de Garantías Democráticas, que estableció en su artículo 22 que “la fuerza pública está constituida única y exclusivamente por las Fuerzas Armadas y el Cuerpo de Carabineros, instituciones esencialmente profesionales, jerarquizadas, disciplinadas, obedientes y no deliberantes. Sólo en virtud de una ley podrá fijarse la dotación de estas instituciones. La incorporación de estas dotaciones a las Fuerzas Armadas y a Carabineros sólo podrá hacerse a través de sus propias escuelas institucionales especializadas, salvo la del personal que deba cumplir funciones exclusivamente civiles”.
Esta reforma recogía dos objetivos consustanciales a los ejércitos del mundo: la defensa del monopolio del empleo de las armas y la preocupación por la carrera profesional que supone su inicio y formación en las escuelas matrices.
El asesinato del general Schneider fue un triste y luctuoso hecho y un agravio al ethos militar. Quedó en evidencia que cuando militares de alto rango pierden las referencias éticas y conspiran con activistas políticos fanatizados por causas fundadas en un patriotismo errado, a final de cuenta será el Ejército el que sufrirá un perjuicio muy difícil de reparar. Un oficial general está siempre enseñando a su tropa y es un faro que ilumina, aunque no se dé cuenta. Su ejemplo es referencia y en este caso fue una vergüenza para la institución, aunque el crimen en sí haya sido materializado por civiles.
Este deleznable asesinato no sólo truncó la existencia de un comandante en jefe en ejercicio, sino que también destruyó la vida de un soldado ejemplar en el respeto y la defensa de las instituciones democráticas de la república.
Ante este crimen, también es reprochable que en los años posteriores los mandos institucionales no honraran su memoria, sin explicación alguna. Se debió esperar hasta el término del gobierno militar para que paulatinamente su nombre fuese puesto en el sitial de relevancia que le correspondía. Su figura fue reivindicada políticamente por sectores que defendían posiciones opuestas, lo que seguramente debe haber influido en esta inacción institucional.
Incorporación de militares a los gabinetes políticos
Producto de la grave crisis política, económica y social que se comenzó a vivir durante el gobierno de la Unidad Popular, el presidente Allende, en un intento de revertir la situación, designó un gabinete que integraba a miembros de las fuerzas armadas, conocido como “cívico-militar”. Meses después, organizó un gabinete llamado de “seguridad nacional” con los comandantes en jefes institucionales. Su misión consistía, centralmente, en controlar las acciones subversivas que se estaban llevando a cabo y recuperar el orden público.
Con esta decisión presidencial, apoyada por algunos adherentes de la Unidad Popular e impugnada por otros, se les reconocía de hecho a las fuerzas armadas, una vez más en la historia del país, un rol de garantes de la normalidad institucional, que no era otra cosa que confirmar el ya aludido rol latente, toda vez que con esta medida se les volvía a involucrar en la coyuntura política, después de 40 años de ejercicio estrictamente castrense y de marginación de la política contingente.
Sin embargo, la participación de las fuerzas armadas no fue sólo de carácter ministerial, ya que también se extendió a las empresas estatales. En efecto, en alrededor de 40 organismos, como la CORFO [Corporación de Fomento de la Producción], la Comisión de Energía Nuclear y otros, hubo representación militar [...].
La participación militar en el gobierno de la Unidad Popular ha tenido dos lecturas dentro de la institución castrense: una, que le otorga un rol deliberante a las fuerzas armadas al colocar a los comandantes en jefe y oficiales generales en funciones ministeriales, y otra, que comprueba la subordinación militar al Poder Ejecutivo, en este caso específico para evitar la confrontación violenta resultante de las huelgas y garantizar elecciones normales en marzo de 1973, a fin de respetar la institucionalidad.
Los derechos humanos en el gobierno cívico-militar
El 11 de septiembre de 1973 los altos mandos de las fuerzas armadas y de orden deciden llevar a cabo un golpe de Estado contra el gobierno del presidente Salvador Allende y asumir la conducción del país como resultado de la grave crisis imperante. Este hito histórico, cuyas reverberaciones se sienten hasta nuestros días, marca el inicio de una nueva etapa institucional en materia de doctrina militar y derechos humanos.
Este contexto excepcional obligó a los integrantes del Ejército a enfocar sus años de formación y sus valores en actividades inéditas y diversas, todo ello en un ambiente nacional de gran tensión y polarización. El Ejército tuvo que realizar un gran despliegue para cubrir con su personal todas las funciones requeridas, desde el más alto cargo hasta las labores más sencillas, incluso debiendo recurrir al empleo de reservistas en los primeros tiempos. Algunos fueron destinados a tareas gubernamentales, otros fueron comisionados a actividades de inteligencia nacional o política (no militar) y un tercer grupo, mayoritario, siguió en sus labores militares rutinarias.
Este relato no pretende analizar caso por caso lo sucedido, sino destacar acontecimientos que pusieron en jaque –y en muchos casos vulneraron– ciertos preceptos morales individuales e institucionales y principios de responsabilidad militar.
Autoexilio del general Prats
En la madrugada del 15 de septiembre de 1973, el ex comandante en jefe del Ejército, general Carlos Prats, fue trasladado en un helicóptero Puma hacia Portillo. Luego, en su auto particular y escoltado por una patrulla militar, llegó a Caracoles donde, después de realizar los trámites aduaneros correspondientes y despedirse de la escolta, entregó una carta dirigida al general Augusto Pinochet, que en sus párrafos principales señalaba: “El futuro dirá quién estuvo equivocado. Si lo que ustedes hicieron trae el bienestar general del país y el pueblo realmente siente que se impone una verdadera justicia social, me alegraré de haberme equivocado yo, al buscar con tanto afán una salida política que evitara el golpe. Agradezco las facilidades que dispusiste que me permitirán salir del país”.
La exigencia que tiene un oficial general o superior excede con creces a la de sus subalternos. Su responsabilidad es muy alta, ya que una resolución que ordene a un subalterno ejecutar una tarea puede alterar la interpretación valórica de este último. Esto ocurre porque el ejercicio de un valor en circunstancias extremas puede estar sujeto a algún grado de interpretación.
Un elemento fundamental para mantener la disciplina militar consiste en que las órdenes que imparte un superior deben ser legales y allí radica el imperativo de que deben ser cumplidas por los subordinados. La Ordenanza General del Ejército establece que la disciplina en las relaciones entre militares no es un acto de sumisión; al contrario, es un acto de reflexión profunda, mediante el cual los subalternos entregan parte de su libertad de acción a fin de que un comandante realice una misión que esté enmarcada en un código legal, reglamentario y profesional. Por ello, un subalterno está obligado a obedecer las órdenes que emanan de un superior, aunque está dotado de la capacidad de representar a sus superiores las consecuencias de órdenes incorrectas, ilegales o injustas.
En las páginas del libro Ejército de Chile: Un recorrido por su historia se señala de manera clara y explícita: “Las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante el periodo y en la que los miembros del Ejército tuvieron participación –ya sea como consecuencia de actos derivados de la obediencia debida, por el uso desproporcionado de la fuerza, por excesos individuales o bien por eventuales acciones fortuitas– fueron una profunda herida ocasionada al deber ser militar”.
La Caravana de la muerte
Uno de los episodios más condenables en materia de derechos humanos durante el gobierno militar fue el paso del general Sergio Arellano Stark y su comitiva por diversas guarniciones del norte y sur del país durante el mes de octubre de 1973 con el supuesto fin de “revisar y agilizar [los] procesos” de los presos políticos. Dicha comitiva, conocida hasta nuestros días como la Caravana de la muerte, dejó tras de sí la huella lacerante de ejecuciones masivas, decenas de individuos que fueron sacados de las cárceles, fusilados de manera sumaria, sin su derecho a un debido proceso. La comisión de este general se puede describir como una tarea perfectamente planificada desde Santiago, ejecutada mediante un programa idéntico en cada ciudad, con un comportamiento altamente indisciplinado de sus integrantes para amedrentar a personal subalterno de las unidades y dar una orientación velada y disfrazada en terreno de cómo se debía proceder con el “adversario”.
El general a cargo, que lo hacía en calidad de “delegado del comandante en jefe del Ejército”, se mantuvo deliberadamente lejos de los lugares donde se ejecutaron los fusilamientos, distrayendo a los comandantes de regimientos en actividades sin ninguna importancia, mientras los miembros de su comitiva sacaban gente de las cárceles y los fusilaban o le ordenaban a integrantes de las unidades que lo hicieran, involucrando intencionadamente a personal de los regimientos en consejos de guerra espurios.
Los hechos y el expediente judicial confirman que la misión del general Arellano era acelerar procesos en aquellos lugares donde los mandos supuestamente hubieran actuado débilmente a partir del 11 de septiembre de 1973 (“comandantes pusilánimes”, según sus propias palabras). Pero en términos legales, esto no era factible, pues la comitiva no contaba en su delegación con ningún asesor jurídico. En esta dramática situación, los capitanes, tenientes o suboficiales, no tenían otra posibilidad más que la de cumplir las órdenes de sus superiores bajo el apercibimiento de un eventual juzgamiento por consejo de guerra.
No hay que olvidar que el alto mando de la época había declarado, mediante el Decreto Ley 5 del 12 de septiembre de 1973, que el estado de sitio decretado por conmoción interna, dadas las circunstancias que vivía el país, debía entenderse como “estado o tiempo de guerra” para los efectos de la aplicación de la penalidad que establece el Código de Justicia Militar y demás leyes penales, lo que implicaba que el incumplimiento de órdenes por parte de los militares podía ser causa suficiente para ser fusilado.
En un careo entre el general Arellano y el capitán Patricio Díaz con motivo de las ejecuciones en Copiapó, el general niega enfáticamente haber ordenado los fusilamientos de presos políticos, mientras el capitán expresa que “…la razón que más me impulsa a decir que el comandante Haag (comandante del Regimiento Atacama en Copiapó) cumplía órdenes superiores es que las 16 ejecuciones habidas en Copiapó se producen exactamente durante el periodo de permanencia de mi general Arellano y su comitiva en la guarnición. “Complementando lo expresado, deseo manifestar que ni antes ni después de la presencia de mi general Arellano en Copiapó hubo detenidos que hayan sido ejecutados…” Lo anterior ratifica claramente que su recorrido por cada una de las ciudades en donde se produjeron asesinatos fue producto de una orden expresa de dicha autoridad.
La calidad de “delegado del comandante en jefe del ejército” que tenía el general Arellano durante este recorrido era muy gravitante y decisiva para las resoluciones que se iban dictando, ya que representaba en su persona la autoridad del propio comandante en jefe del Ejército ante los mandos militares que lo recibían en las distintas guarniciones.
Esta delegación implica una gran responsabilidad de quien entrega esa potestad a un subordinado, en este caso el general Pinochet, y de quien la recibe para utilizarla con el mayor criterio, responsabilidad y justicia, el general Arellano.
Se deduce entonces que existió una conducta previa que buscaba producir temor e involucrar a integrantes de todas las unidades que visitaban, entregándoles la responsabilidad de enfrentar a los familiares de los afectados y así dejar a los jóvenes oficiales y suboficiales de esos regimientos como la cara visible de las ejecuciones.
Las acciones del general Arellano fueron absolutamente reñidas con el honor militar. Además, este no tuvo ninguna consideración hacia sus subalternos, lo que se ratifica en la declaración del propio juez Juan Guzmán Tapia, encargado de efectuar la investigación judicial de estos delitos, cuando relata lo sucedido en Copiapó ante una orden impartida por el general Arellano, (…) “sin embargo, ambos subtenientes representaron la referida orden, esto es, se opusieron a su cumplimiento. No obstante, una vez representada dicha orden, se vieron compelidos nuevamente a cumplirla, porque de no hacerlo, enfrentarían un juicio militar por los crímenes de traición a la patria e insubordinación, delitos éstos perpetrados ‘en tiempos de guerra’ que como pena aplicada contemplaban la de muerte” (…). De ello se deduce que el citado general no se hizo responsable de las consecuencias de su actuar. En cuanto a los oficiales encargados de ejecutar las órdenes, ambos fueron procesados posteriormente y hoy cumplen condena en Colina I. De esta forma, Arellano no respondió jamás de lo que sucedió bajo su mando, ganándose el repudio de los afectados y de toda la institución [...].
Asesinato del general Prats
Aparte de los crímenes de la Caravana de la muerte y otros que ocurrieron, el asesinato del ex comandante en jefe, general Carlos Prats, y de su esposa, Sofía Cuthbert, acaecido en septiembre de 1974 en la ciudad de Buenos Aires, y del que se responsabilizó a algunos miembros de la DINA, se ha constituido también en un crimen cobarde, cruel y repudiable y en una vergüenza institucional. A pesar de haber sido realizado por un organismo de seguridad no perteneciente al Ejército, quienes resultaron condenados por la justicia en su mayoría formaban parte de la institución.
Según consta en el expediente de la investigación, el agente de la DINA Michael Townley, de nacionalidad estadunidense, colocó un artefacto explosivo en el automóvil de Prats y el día 30 de septiembre de 1974, a las 00:50, lo hizo detonar mediante un dispositivo a control remoto cuando el matrimonio regresaba a su domicilio, provocando la muerte instantánea de ambos.
Sobre esta situación se pronunció años después, el 5 de junio de 2009, el comandante en jefe del Ejército, Óscar Izurieta, al inaugurar el Campo Militar San Bernardo, [dijo] del general Carlos Prats: “… el Ejército chileno, su comandante en jefe y los miles de hombres y mujeres que lo componen, condenan públicamente la vileza de esta acción y repudian a los autores de tan deleznable crimen, así como a los indiferentes que no prestaron consuelo y apoyo a las hijas de un comandante en jefe asesinado…” Agregó: “… de confirmarse, en sentencia ejecutoriada, la participación de ex militares en estos dos crímenes, se habría configurado un acto del mayor deshonor. Es más, si ya el atentado a la vida del general Prats sería un agravio al honor militar, la muerte de su esposa constituiría un ultraje a nuestra cultura militar y al concepto de familia que tanto valoramos…”
Los detenidos desaparecidos
Los detenidos desaparecidos durante el gobierno militar, que superan el millar de personas, constituyen una de las páginas más oscuras en materia de violaciones de los derechos humanos durante ese periodo y representan una herida abierta en el alma nacional.
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