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Cultura

2023-08-27 06:00

Héctor García en Los Pinos

La actriz Irma Dorantes (1957) captada por Héctor García.
La actriz Irma Dorantes (1957) captada por Héctor García. colección Carlos Monsiváis Museo del Estanquillo
Periódico La Jornada
domingo 27 de agosto de 2023 , p. 5a

Héctor García debió sentirse muy feliz el miércoles 23 de agosto en su exposición en Los Pinos, en cuyas paredes se colgaron las grandes fotografías que captó a lo largo de su vida. Sus dos hijos, Yuri y Pinquique (como lo llamaba Héctor), también disfrutaron del buen recuerdo que dejó su padre a través de su arte. María García, su esposa, en silla de ruedas, recorrió sonriente y agradecida toda esa vida fotográfica compartida con un hombre de talento, generoso y a veces impredecible.

Para cualquier artista, para un fotógrafo de prensa, exponer en Los Pinos es un acontecimiento, algo así como la estrella en la frente que al final de la semana concede la maestra. En este caso, Alejandra Frausto premió no sólo a Héctor, sino a María, su viuda, y madre de sus dos hijos, y, en cierto modo, también a todos nosotros los invitados y amigos que ahora nos detenemos frente a las fotografías que Héctor captó, a veces jugándose la vida.

A Héctor García le habría encantado exponer su obra en Los Pinos, cuyas puertas se abren a todos gracias a la generosidad sonriente y a la visión a futuro de una secretaria de Cultura, Alejandra Frausto, capaz de abrazar y recibir a todos. Para los invitados, ver fotografías en las que antes fue una casa presidencial (la de Miguel y Paloma de la Madrid) resulta una fiesta sorpresiva y sobre todo un resarcimiento por el tema de la exposición: El lado oscuro del régimen: la protesta del 58 y el 68, dos acontecimientos políticos que Héctor García retrató sin medir el peligro ni sus consecuencias.

Desde muy joven, Héctor García se tragó la vida antes de que la vida se lo tragara a él y se hinchó de noches duras y afrentosas, y de días que había que atravesar a fuerza, porque su infancia fue la de un niño de la calle. Esa niñez a trompa talega le ensanchó el corazón dentro de la caja del pecho y le hizo ver lo que otros grandes artistas no vieron: la cárcel, la pobreza, el abandono, la soledad.

La cámara es un ojo terrible que desuella a sus fotografiados. Richard Avedon, por ejemplo, penetra en el alma, la llena de piedras; sus hombres, sus mujeres y sus niños se convierten en cortezas, raíces, terrones, hojas de árbol. También al retratarse a sí mismo, Héctor García convirtió su propio rostro, sus patas de gallo, sus bolsas debajo de los ojos en algo parecido a la Candelaria de los Patos y a los barrios difíciles donde vivió.

La piel de su ciudad está curtida en su rostro y en la agilidad de sus movimientos. Héctor García siempre actuó como cirquero, trapecista, equilibrista; el hambre lo hizo correoso y le enseñó a aguantarse para poder llegar al día siguiente. Atento a todos los accidentes, Héctor García presenció el sepelio de Goitia y nos mostró el lodo, la mugre, los delantales rasgados y el rostro doliente de Xochimilco y sus plañideras como canales tras el féretro. También nos trajo a la cárcel de Lecumberri, a los estudiantes del 68, a los raterillos de La Merced, a las coristas de El Blanquita, a las meseras del Muzafir, a Siqueiros reprochándonos su encierro con su mano abierta detrás de los barrotes de la cárcel.

Preocupación social

En las olorosas y cachondas fotografías de Héctor García, la tormenta de Eisenstein continúa sobre México, pero si Eisenstein hizo de México una enorme tormenta cinematográfica, Héctor nos brindó la imagen más conmovedora, la del hombre vegetal, el que se protege de la lluvia con una enorme hoja verde cuyas membranas, arterias, músculo y comisuras son la planta misma, porque la gran hoja (llamada elegante) que lo protege de la lluvia es carne de su carne, hueso de sus huesos, médula espinal de su propia vida.

Si Eisenstein hizo de los mexicanos más abandonados un tema incendiario, Héctor captó a un viejo zapatista que ni a balas de salva llegó, vacías sus alforjas y sus cartucheras, mojada su pólvora. Los únicos surcos conquistados fueron los que se marcan en su frente y con el tiempo pasaron a ser los de Héctor García, que desde niño cultivó en su alma la preocupación por el otro, el que nada tiene, surcos profundos que dan sentido a toda una vida de niño de la calle.

Su solo talento le hizo ganar la partida al destino.

La obra de Héctor García tiene un común denominador; la preocupación social que jamás lo abandonó y le dio un sello propio. Fue bracero y compartió la suerte de los mojados: “Empecé a estudiar por mi rumbo, el Politécnico, pero como no tenía con qué pagar nada de nada, decidí irme a los esteits con dos compañeros. Recuerdo que tuve que vender mis zapatos para poder comer, así es que, como en el corrido que dice: ‘me fui descalzo a Laredo’, me embarqué con dos cuates y allá trabajamos y vivimos en un campamento.

“Allá me di cuenta de que podía expresar con la fotografía todo lo que he vivido. Mi vida ha sido la de un Periquillo Sarniento. Nací en el barrio de la Candelaria de los Patos y nunca he podido olvidarlo.

“En Estados Unidos tenía que mantener las vías del ferrocarril listas para todos los transportes de guerra. Un día me puse a retratar el paisaje nevado, blanco, maravilloso. De pronto pasó uno de esos trenes de los cuales nuestros mayordomos no recibían aviso porque transportaban materiales de guerra y se llevó a algunos de mis compañeros. Y la nieve tan pura, tan blanca, quedó manchada de rojo con la sangre de esos braceros amigos míos. Junto a mi lonchera tenía la camarita, la saqué y tomé su fotografía. Desde ese momento quedó grabada en mí esta escena que sentí que la cámara era mi medio de expresión.”

Desde muy joven, Héctor García expuso en grandes y reconocidas galerías, y desde entonces fotografió a Los indios de México al lado de Fernando Benítez, y se volvió colaborador esencial de México en la Cultura, un enorme amigo de Alberto Gironella, un acompañante de pintores, escritores; un artista que se lo disputaban después de hacerlo por Mariana Yampolsky y por Manuel Álvarez Bravo y por Rodrigo Moya; un acompañante de Carlos Pellicer, en Villahermosa, Tabasco; un visitante frecuente de San Simón, el protector de Carlos Monsiváis en Portales, quien lo hacía esperar tantas y tantas horas que Héctor acababa dormido como uno más de sus 37 gatos.

Si Héctor había trabajado cargado bultos en La Merced, Edmundo Valadés lo mandó a estudiar a la Academia de Arte Cinematográfico con Gabriel Figueroa y Manuel Álvarez Bravo. Descubrió la maravillosa experiencia de las luces, y la vida se le convirtió en una única fotografía que ahora se expone felizmente en la galería de Los Pinos gracias al amor y preocupación de su hijo mayor, Pinquique, y de su segundo hijo, Yuri, y al cuidado de su compañera de vida, María García, quien también capturó fotografías que pasarán a la historia.

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