Kim Ki-duk, un cineasta sudcoreano muy popular en la transición del siglo pasado al presente, favorito de festivales y de cinéfilos de todo el mundo, dueño de un punto de vista provocador y planteamientos artísticos originales, es dos décadas después un creador injustamente desconocido por una nueva generación de espectadores sin otro acceso a su trabajo que a través de videos digitales o plataformas de cine de autor, como MUBI. Por fortuna, la Filmoteca de la UNAM permite ahora, en una iniciativa –insuficientemente difundida, es cierto– tener acceso en pantalla grande a cuatro de sus cintas más representativas en el ciclo que se proyecta en la sala Carlos Monsiváis del Centro Cultural Universitario hasta el próximo 27 de agosto. La entrada es libre.
Discípulo aventajado del realizador sudcoreano Im Kwon-taek ( Ebrio de mujeres y pintura, 2002), Kim Ki-duk sorprende por la novedosa fusión en su cine de elementos fantásticos en narraciones de un realismo extremo, incluso descarnado, que pronto le confieren la reputación de artista iconoclasta, demoledor de valores tradicionales. En realidad, sus propuestas pueden acusar la labor de un delicadísimo artesano de imágenes con sugerencias filosóficas de corte espiritual, como en Las estaciones de la vida (2003), tal vez el filme más redondo de su carrera.
El marine ( The Coast Guard, 2002) ofrece, por ejemplo, el relato alucinante del soldado sudcoreano Kan (Jang Dong-gun), encargado de vigilar la frontera con Corea del Norte e impedir el ingreso de posibles espías o terroristas, quien en un momento de confu-sión o niebla mental ejecuta a tiros a un lugareño confundiéndolo con un intruso indeseable. Librándose apenas de un linchamiento colectivo, el hombre se transformará en un ser patético devorado por la culpa, orillado a volverse una fantasmal máquina humana de destrucción dirigida contra sus superiores y sus antiguos camaradas cas-trenses. Una primera incursión ideal en el imaginario torturado de Kim Ki-duk, quien se revela aquí como un agudo diseccionador de terrores individuales y paranoias colectivas.
La figura del fantasma aparece de nuevo en El espíritu de la pasión ( 3-Iron, 2004), cinta en la que un joven veinteañero cumple el ritual muy personal de invadir casas ajenas deshabitadas durante periodos vacacionales sin el menor propósito de saqueo o robo, simplemente para disfrutar de las comodidades a cambio de una limpieza y un cuidado de plantas no solicitados. Cuando en una de esas incursiones termina protegiendo a una joven modelo, víctima de violencia conyugal, toda su suerte cambia al involucrar a la mujer en su aventura delictiva y vivir a lado suyo un intenso romance pasional intensificado por el deseo compartido de derribar el ánimo rencoroso y las acciones vengativas del marido engañado. Un triángulo de frustraciones, revanchas y discordias, manejado con cargas de ironía, en el que brilla el talento de narrador de este cineasta sorpresivo y versátil.
Por su parte, Tiempo ( Time, 2006) incursiona con mayor fuerza en el terreno de la parodia negra al exhibir las veleidades y el narcisismo de una población juvenil en una Corea del Sur de modernidad apabullante donde los conflictos amorosos y las venganzas por celos se dirimen, resuelven o complican mediante la práctica incontrolada y abusiva de las cirugías plásticas. La alteración voluntaria de los rasgos faciales a que se somete una amante despechada y celosa le permite asumir una identidad nueva a partir de la cual podrá acechar, seducir, escarmentar y torturar al viejo amante infiel convertido ahora en una conquista incauta. En esta crítica al caracter volátil y superfi-cial de algunos compromisos amorosos, el director anticipa el juego perverso de manipulaciones físicas, de vocación egocentrista, en cintas recientes como Enferma de mí (2022), del noruego Kristoffer Borgli.
En ese terreno del narcisismo, nada más elocuente que la suerte de autodocumental que fabrica Kim Ki-duk en Arirange (2011), donde únicamente él, acompañado de su gato, se muestra durante hora y media en su curiosa cabaña perdida en el campo, al interior de la cual ha instalado una tienda de campaña donde vive y duerme por escasez de energía. El niño prodigio del cine coreano se presenta aquí como un ser menesteroso, alcohólico y desaliñado, que rememora sus viejas glorias, rumiando su desencanto existencial, quejándosereiterativamente de las traiciones de sus antiguos colaboradores artísticos, y eligiendo a Sombra (él mismo como alter ego) para autoentrevistarse a modo. Un largo lamento en el que se confunden el escepticismo radical y un autoelogio teñido de amargura. Un comentario crítico tal vez sobre la futilidad del éxito y el incierto futuro del cine. En todo caso, un experimento artístico temerario por parte de un cineasta resuelto a no dejar que su enorme talento se disuelva y frustre por los imperiosos reclamos de un éxito sostenido.
Se exhibe en la sala Carlos Monsiváis del Centro Cultural Universitario. www.filmoteca.unam.mx