Desde el arribo de Norma Lucía Piña Hernández a la presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), el Poder Judicial sufre un deterioro agudo y acelerado que casi cada día obliga a informar acerca de un nuevo atentado de dicha rama del Estado contra la legalidad y la institucionalidad democrática. El martes pasado, la ministra implementó un ajuste a la estructura orgánica del máximo tribunal para concentrar en una nueva coordinación las labores de administración, seguridad, logística y protocolo. Al frente de este superórgano colocó a Ricardo Márquez Blas, quien fue director general de Planeación y luego encargado de despacho del Sistema Nacional de Seguridad Pública bajo las órdenes de Genaro García Luna, preso en Estados Unidos por múltiples cargos de narcotráfico.
El miércoles pasado, la segunda sala de la SCJN concedió al Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) una suspensión para que su pleno pueda sesionar con sólo cuatro comisionados, pese a que el artículo 33 de la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública establece de manera explícita que las sesiones de su instancia superior de dirección únicamente serán válidas con la asistencia de cuando menos cinco comisionados. El inexplicable fallo aprobado por los ministros Javier Laynez Potisek, Luis María Aguilar Morales y Alberto Pérez Dayán creará una cascada de consecuencias indeseables, pues todas las resoluciones adoptadas por el pleno incompleto del INAI serán flagrantemente ilegales y, por tanto, nulas de origen.
El mencionado Aguilar Morales ha tenido un protagonismo personal en la debacle de la Suprema Corte. También el miércoles 23, introdujo en el orden del día de la segunda sala un proyecto que proponía destituir al presidente Andrés Manuel López Obrador si el mandatario no ratifica que una integrante de la sala regional del Tribunal Federal de Justicia Administrativa permanezca en su puesto una década adicional a la que ya cumplió. La moción, retirada por el propio Aguilar antes de que llegara a discutirse, sólo puede interpretarse como una reacción vengativa y visceral a los cuestionamientos planteados por el presidente López Obrador, quien hizo del conocimiento público el doble rasero aplicado por el ministro al procesar los asuntos que llegan a sus manos.
En la conferencia de prensa matutina, el titular del Ejecutivo ejemplificó que Aguilar Morales requirió apenas 48 horas para conceder al gobierno panista del estado de Chihuahua un amparo que priva de libros de texto gratuitos a todos los estudiantes de educación básica de la entidad, pero ha mantenido paralizado por ocho meses el caso de una empresa que adeuda 25 mil millones de pesos al fisco. Llama la atención que este expediente permanezca inmovilizado cuando fue el mismo ex presidente de la Suprema Corte quien lo atrajo, lo que indica (o debería indicar) una voluntad de atenderlo.
A esta cadena de despropósitos se suman los centenares de resoluciones en las que varios togados determinaron no vincular a proceso penal, cambiaron medidas cautelares, calificaron las detenciones de ilegales, reclasificaron delitos graves por otros menos penados, se opusieron a aplicar la prisión preventiva oficiosa y dictaron sentencias absolutorias a los acusados de crímenes de alto impacto social; así como las sentencias que han interferido de manera cuestionable, cuando no francamente indebida, en las labores del Legislativo y el Ejecutivo, siempre en perjuicio del interés nacional.
Puestos en perspectiva, los hechos imponen la conclusión de que las aberraciones jurídicas reseñadas no son errores ni descuidos puntuales, sino que forman parte de una confrontación deliberada y estructurada que se dirige contra el gobierno federal, pero que inflige un daño perdurable al conjunto de la sociedad mexicana. En su configuración actual, el Poder Judicial es un generador de violencia e impunidad que supone una pesada rémora para el desarrollo del país.