En días recientes ocurrió el triunfo electoral de Bernardo Arévalo en Guatemala. También en días recientes, Tv Azteca en México dedicó su noticiario para lanzar una arenga contra el supuesto contenido “comunista” en los nuevos libros de texto gratuitos. El primer hecho es un hálito de esperanza para un país centroamericano; el segundo, un pataleo estridente de parte de un oligarca inescrupuloso. ¿De qué modo ambas cosas podrían tener vínculo alguno? La respuesta está en la historia de la época más oscura de Latinoamérica.
Y es que fue en 1959 cuando Juan José Arévalo (padre de Bernardo, hoy virtual presidente guatemalteco) publicó la que sería la primera reflexión en el continente sobre el anticomunismo, en su ensayo Antikomunismo: radiografía del proceso hacia una nueva colonización, que inició una ruta crítica –continuada por intelectuales como Gregorio Selser, Marcos Roitman o Stella Calloni– que hoy merece recuperación: el papel del anticomunismo como legitimador de prácticas antidemocráticas.
Arévalo escribió como testigo del primer golpe de Estado de la guerra fría en América Latina en 1954, contra el coronel progresista Jacobo Árbenz; hecho que no sólo derrocó a un gobierno legítimo, sino que fungió de modelo matriz, porque más tarde, con golpes similares, el subcontinente padeció el dominio de dictaduras militares por casi medio siglo.
El denominador en ellas fue el anticomunismo, que se manifestó en general en dos vertientes: como acusación contra cualquier medida desarrollista en la región (sobre todo en rubros de recursos estratégicos y cuestión agraria) y como una impronta geopolítica: la acusación de que los comunismos locales (o izquierdas de todo tipo) eran agentes de los intereses geográficos, económicos y políticos de la Unión Soviética. No se trató de una batalla de ideas o de una pugna democrática. El anticomunismo en la región fue ante todo una etiqueta delatora para legitimar actos autoritarios. De ahí que el anticomunismo no buscara debatir contra adversarios, sino descubrirlos y anularlos, bajo la creencia sobredimensionada de una desmedida capacidad de infiltración de la URSS.
He ahí la clave del pensamiento anticomunista en América Latina: se trató ante todo de un estilo de “bullying político” (como señala Larry Tye para definir al macartismo estadunidense), pues su fin no es criticar al marxismo, sino la delación –mediante asociaciones forzadas– de una supuesta amenaza geopolítica externa y la neutralización de enemigos internos.
De ahí que la etiqueta “comunista”, en el espectro conservador, abarcara disparates disímiles: podía acusarse “comunismo” tanto a una reforma agraria antilatifundista hasta, por ejemplo, la educación sexual laica (que por no ser religiosa en automático se tornaba… comunista). Este prolongado modo de construcción de adversarios dejó huella. Quizá eso explique que, una vez diluido el bloque del Este y el comunismo en 1991, persistieran en las derechas las delaciones simplistas, ahora contra el “populismo” y contra otro epicentro geopolítico: el foro de Sao Paulo, Venezuela, La Habana.
Esa ansiedad delatora parece ser parte tanto de ideólogos presuntamente “liberales” como de derechas oscurantistas. Mientras los primeros, por ejemplo, blanden desde hace años una vulgata anticientífica donde todo lo que no entienden es “populista” (agravada en 2016 por la irrupción del “populismo de derecha” de Trump); las segundas exponen sin pudor su visión conspirativa del mundo, según ellas acosado por conspiraciones bolivarianas o el lobby progre.
En el fondo, ¿qué es lo que sustenta esta visión proclive al eterno temor contra amenazas externas o internas, más imaginarias que reales? La respuesta, sin embargo, no está en el ambiente conspirativo y bipolar de la guerra fría, sino en la raíz religiosa de muchas derechas: su necesidad de creer que el mundo es una creación divina, jerárquica e inmóvil, donde todo intento de cambio modernista –sobre todo en favor de quienes no gozan el privilegio de ser jerarcas (mujeres, pobres, pueblos originarios, minorías sexuales)– se ve como amenaza existencial a ese orden sacro y como resultado no de una disputa humana, sino una infiltración maligna.
En 1954, las élites guatemaltecas y Estados Unidos usaron el pretexto de una inicua compra de rifles checoslovacos por el gobierno de Árbenz para inventarle ser un alfil de una invasión soviética; 70 años después, la lógica conspirativa no se ha ido de la región, como muestra la burda campaña contra los libros de texto en México, cuyo “argumento” para acusar comunismo bolivariano es que éstos contienen la palabra “plenaria”.
¿Esta forma antidemocrática de construir adversarios de derechas latinoamericanas es anecdótica o esencial? Que responda el siglo XXI, donde pese a la democratización, persisten las interrupciones ilegítimas de mandatarios progresistas (Zelaya, en Honduras; Morales, en Bolivia; Lugo, en Paraguay), y donde hoy en Argentina hay riesgo de que avance al poder Javier Milei, cuya pose presuntamente “libertaria” entraña un proyecto que considera al Estado “una creación del maligno” y blande una “batalla cultural” contra enemigos imaginarios: “los progres y el socialista Foro de Sao Paulo”, en un discurso que, pese a la fachada desgarbada de roquero de Woodstock de su autor, bien podría firmar cualquier fanático religioso desde el siglo XVIII.