Tenosique, Tab., Un albergue donde dormir o para comer y descansar no es sólo un oasis en medio de la adversidad, zozobra y cansancio para los migrantes que cruzan de Guatemala a los ejidos fronterizos de Tabasco. Son sobre todo espacios donde hombres, mujeres y niños son arrancados de las manos de los traficantes. “Somos una piedra en sus zapatos”, asegura Amanda Quip, defensora que encabeza el Comedor Corazón Sin Frontera, ubicado en la comunidad La Palma.
En este pequeño poblado de 300 habitantes, localizado a orillas del río San Pedro –el cual diariamente es cruzado por migrantes–, se encuentra la Palapa, como se le conoce popularmente al comedor, construido a un costado de la iglesia hace tres años con apoyo de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Su operación es con ayuda de organizaciones como Fondo Semillas y las Moots.
En entrevista con La Jornada, doña Amanda afirma que recibir a migrantes en este lugar significa para los traficantes “quitarles el trabajo”, puesto que aquí se les brinda un espacio seguro e información sobre sus derechos.
Recuerda que por lo menos desde 1988 junto con su familia ha visto a los migrantes cruzar por el río y desde entonces ha ofrecido alimento a quienes lo necesitan. Al principio, dice, “me concretaba en darles agua, porque teníamos que cuidarnos mucho de migración, era muy peligroso. Nos íbamos río arriba y llevábamos agua en bolsas plásticas y neveras”.
Sin embargo, todo cambió una noche en la que llegó a la puerta de su hogar una señora con dos niñas. “Esa vez había caído un aguacero tremendo, me dijeron que tenían hambre y sed. Me fui rápidamente a preparar unos huevitos fritos, frijoles y tortillas, y aunque sentí temor (porque no las conocía), con todo y eso les di alojamiento”.
Desde entonces, asegura, “siempre mantengo una olla llena de frijoles, por si llega una persona que quiera comer, porque eso es lo más básico, freirles frijolitos, un arrocito y ya los despacho”, comparte la mujer de 65 años.
No obstante, esta labor no ha sido bien vista por toda la comunidad. Aunque Amanda ha sido víctima de agresiones, no cuenta con protección. “Me duele, pero es muy indiferente”, a pesar de que es una zona de paso de migrantes.
Talleres mensuales
Otro lugar donde las personas necesitadas de protección pueden sentirse cobijadas para desahogarse, llorar, reír y convivir es el Espacio Naturaleza y Esperanza Luchando por un Territorio Digno, ubicado en el ejido El Bejucal.
Las primas Dominga y Bárbara Alejo, así como Rosalba Ramírez, quienes operan este centro –igualmente con apoyos de Fondo Semillas, las Moots y Mujeres Rurales de la Frontera Sur–, señalan que mensualmente ofrecen talleres a migrantes y habitantes de la comunidad sobre sensibilización de la migración y del medio ambiente. Este mes correspondió el tema escuela feminista para mujeres en contexto de movilidad, organizado por Colibres.
En este amplio espacio autosustentable, rodeado de árboles, con contenedores para captación de agua de lluvia, planta solar y algunos animales de granja, las migrantes hablan sobre las violencias que viven, las secuelas reflejadas en miedos, traumas, estrés e inseguridades, al tiempo que conocen sus derechos.
“El tener un lugar así es muy importante, ya que vienen a expresarse, a desahogarse y tomarse un descanso, salen de los albergues a un lugar distinto, y es muy bonito cómo les cambia el rostro, de llegar apenadas, con miedo, se van relajadas y felices”, resalta Bárbara.
Además, se sensibiliza a los pobladores que las reciben. En el Bejucal, donde la mayoría de los habitantes se dedica al campo, “toman a bien que se den estos talleres porque anteriormente las personas sí sentían temor de los migrantes” y las razones por las que están aquí, subraya Dominga.
Rosalba destaca que es necesario que las personas entiendan que este tipo de espacios se requieren “para aprender, que la gente sepa que no es nada más por necesidad la migración, hay que saber escuchar a los migrantes y hay que abrir los ojos para entenderlos”.