¿Qué vas a ser de grande?
–Todo.
–¿Cómo que todo?
–Todo. Voy a ser el todo de todos. Voy a inaugurar un nuevo tiempo, a sacudir las buenas conciencias, a cambiar el statu quo, a jugármela; voy a meterme en camas victorianas y a cargar todas las culpas; voy a hacer ver a mis cuates, y a quienes no lo son, la hipocresía surgida de la Revolución Mexicana; voy a denunciar a los todos los Federicos Robles; voy a largar todo el velamen, recorrer paralelos y meridianos hasta amarrarlos al asta mayor; voy a dar la vuelta a todos los cerebros...
–No se puede hacer todo, Fontacho.
–Yo sí, porque soy el icuiricui, el macalacachimba...
En los años de Fuentes, los lectores mexicanos eran un hueso duro de roer. O eran salvajemente indiferentes o se ponían de rodillas. “Yo sólo leo en francés”, me dijo una Pimpinela de Ovando.
En su Laberinto de la soledad, Octavio Paz analizó los rasgos de nuestro carácter, y Carlos Fuentes se lanzó a una pesquisa que sería la de toda su vida. Acusó al banquero ambicioso que antes galopó sobre su caballo en aras de la Revolución; a la “niña bien” empobrecida ya sin hacienda pulquera o ganadera, temerosa de desclasarse; a la taquimecanógrafa que enseña las piernas que suplen sus faltas de ortografía; a la niña clasemediera que ambiciona figurar en “Sociales” del periódico de la vida nacional. En medio de los zarpazos en la Bondojito, en El Pedregal de San Ángel, en la Candelaria de los Patos y en las Lomas de Chapultepec, Carlos Fuentes cosechó sus personajes, los mezcló en la licuadora y sentó en la misma mesa a la “niña bien” y a la corista del Waikikí para confrontarnos con un México nacido de la Revolución Mexicana que a todos nos “alborotó el homonamen”, como solía decirse en los años 50.
Los 50, los 60, los 80, los 2000, son los años de Carlos Fuentes, como los 30 fueron los de José Clemente Orozco, Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Mariano Azuela y Nelly Campobello. Si un escritor mexicano abarca dos siglos (el XIX y el XX) ése es Carlos Fuentes. Expandió nuestras fronteras, atravesó pistas de obstáculos de toda índole, invitó a Mercedes Zamacona al Waikiki, convirtió su escritura en el agua salada del Atlántico y la hizo bogar rumbo a Europa. Finalmente, un joven imberbe apostaba a algo grande, y Fuentes apostó a novelas-río, novelas oceánicas como Terra nostra, publicada en 1975 con sus 960 páginas, y años más tarde (con el mismo vigor, la misma alegría) las 563 de Cristóbal nonato que apareció en dos continentes en 1987.
Fuentes se la jugó con obras infinitas que rebasaron a México y arrolló a la novelística anterior, y quizás a la que está por venir. Giraba a más de 500 revoluciones por minuto. Chac Mool de sí mismo, Fuentes alumbró a sus lectores desde el momento de la publicación de La región más transparente, en 1958, hasta su último ensayo en 2011 que tituló: La gran novela latinoamericana.
En él todo fue grande.
La poesía también figura en su cosmogonía. Late en el ritmo de sus frases y en el vuelo de sus encantaciones. Fuentes convirtió cada una de sus obras en una empresa formidable. Él era Balzac y Kafka, Dos Pasos y Faulkner. A todos los grandes que fueron sus contemporáneos les agradeció que escribieran a su lado, a William Styron y a Milan Kundera quién falleció este año; a Nadine Gordimer y a Susan Sontag, a Julio Cortázar y, sobre todo, a Salman Rushdie, a Gabriel García Márquez, su cuate del alma, y a los jóvenes amigos de los últimos tiempos: Federico Reyes Heroles, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, Julieta Campos, a quien le puso “la princesa Micomicona”. También amó a jóvenes que lo deslumbraron y alentó: Ángeles Mastretta, Héctor Aguilar Camín, José María Pérez Gay (Chema) y toda la generación del crack: Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Vicente Herrasti, Ricardo Chávez Castañeda, Eloy Urroz y Pedro Ángel Palau.
Al construir capítulo tras capítulo de sus 20 novelas, levantó también el espíritu de sus lectores. Supo muy pronto que más de 500 millones de hombres, mujeres y niños en el mundo hablan español, y quiso que esos millones abrieran las páginas de un libro para hacerlos libres. Lo dijo muy claro: “Si no tienes educación, descuenta lo demás, no tienes nada”. En 2001, invitado y premiado por el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia, se definió en un congreso en Guatemala y dejó su huella de angustia por nuestro analfabetismo: “Yo soy Carlos Fuentes, y creo que todos los niños tienen el derecho de crecer con buena salud, con paz y con dignidad. El destino de la niñez latinoamericana es inseparable del destino social, político y económico de cada una de nuestras naciones”. También hizo estallar la indignación que le causó la muerte de 2 millones de niños en conflictos armados en el mundo y los 100 millones que entonces vivían en la calle. (¿Cuántos todavía lo harán?) Insistió en que nuestro peor crimen es el abandono de la niñez. A todos los oyentes les conmovió la cólera de su denuncia.
Decía Octavio Paz que lo único que importa es la obra, que todo lo demás es “la petite histoire”, y Carlos Fuentes dejó una gran obra, pero también nos heredó su capacidad de protesta ante la desigualdad y la injusticia. Después de La región más transparente, que lo volvió célebre en 1958, 1962 le dio la consagración definitiva. Aura y La muerte de Artemio Cruz se publicaron con escasos meses de diferencia. Ya para entonces, Fuentes cabalgaba a galope tendido en el inmenso llano de la literatura latinoamericana.
Para él, la Ciudad de México fue una mujer a veces de ojitos de capulín y tacones altos, como la Gladys García de La región más transparente; a veces la amante que todo asume, como Regina, la de “la mirada soñadora y encendida”, la única compañera de Artemio Cruz, el revolucionario que se traicionó a sí mismo.
Si alguien tuviera oportunidad de regresar a la Tierra por segunda vez, ése sería Fuentes, porque, a diferencia de muchos, el novelista tiró a lo grande. Escribió en México, en Estados Unidos, en Europa y más tarde como invitado en Harvard y en Martha’s Vineyard, esa isla de Massachussets que Clinton hizo famosa. Finalmente, en su casa en Londres nos enseñó la España de los reyes católicos y el México de hoy. Fuentes nos regaló una visión inédita de la ciudad que llevaba el espantoso nombre de Distrito Federal y desacralizó la Revolución Mexicana. En vez de dejar un millón de muertos y un montón de multimillonarios, Carlos Fuentes puso a México tan alto como habrían de hacerlo los Tres Grandes y Tamayo y Luis Barragán, Juan O’Gorman y Octavio Paz, quien murió el 19 de abril de 1998, de cáncer de huesos después de habernos dado el Nobel.
Así como él, Fuentes no ha muerto: ha cambiado de lugar. Nunca fue ajeno a la muerte, siempre supo lo que era cuando nadie sabe lo que es y no le tuvo miedo. La veía como a la Catrina de Posada. Para eso era mexicano, para saber que tras de la piel hay un cráneo como el de cristal tallado, una de las 13 calaveras que los mayas dispersaron por el mundo con sus poderes mágicos. También el suyo fue de cristal y en sus múltiples y diversos fulgores nos hace el relato de su vida, el de la vida de Sylvia, su mujer, el de su hija mayor Cecilia (a quien quiero mucho desde hace años) y el de sus dos hijos que supieron antes que él que el mundo está en llamas y que la relación con la muerte es finalmente nuestro único calendario solar.