Pedro Briones, dirigente del partido de izquierda Revolución Ciudadana (RC), fue asesinado ayer en la puerta de su casa en la provincia de Esmeraldas, Ecuador. Según las últimas encuestas, RC, heredero del movimiento político fundado por el ex presidente Rafael Correa, cuenta con una amplia ventaja rumbo a las elecciones presidenciales del próximo domingo. El homicidio es uno más de una serie de atentados contra figuras políticas locales o regionales, y se produjo sólo cinco días después del atentado mortal contra Fernando Villavicencio, del partido Construye, quien, según algunas encuestas, ocupaba el tercer lugar en las preferencias electorales.
Tales agresiones constituyen la prueba más palpable de la rampante descomposición social e institucional que azota a Ecuador, donde la tasa de homicidios se quintuplicó en los últimos cinco años al pasar de 5.8 por cada 100 mil habitantes en 2018 a 26.7 en 2022.
La crisis de seguridad tiene una génesis fácilmente rastreable en el desmantelamiento del Estado emprendido por el ex mandatario Lenín Moreno y profundizado por su sucesor, Guillermo Lasso. Debe recordarse que los ecuatorianos eligieron a Moreno en 2017 para continuar el programa de su antecesor y mentor, Correa. Sin embargo, una vez instalado en el poder traicionó todas las banderas que había dicho representar, sometió al país a los designios de Washington, puso en marcha una contrarrevolución oligárquica, desmanteló los avances sociales alcanzados en la década previa y emprendió una persecución implacable contra Correa y todos los que permanecieron fieles al movimiento popular.
Como era lógico, los ciudadanos le dieron la espalda, por lo que en 2021 operó en favor de su antiguo antagonista, el multimillonario Lasso. Ambos realizaron recortes drásticos al gasto social, privatizaron los bienes públicos y devolvieron al país a la fase más oscura del neoliberalismo. La virtual desaparición del Estado ecuatoriano quedó exhibida a ojos del mundo hace unos días, cuando Lasso entregó a la FBI estadunidense las indagatorias en torno al asesinato de Villavicencio, quien lo había favorecido como congresista al frenar los esfuerzos parlamentarios de investigar sus actos de corrupción.
Este vacío institucional fue rápidamente copado por el crimen organizado local y trasnacional, por lo que hoy la nación andina está sumida en una de las más graves crisis de su historia, con un Ejecutivo carente de legitimidad que en mayo de este año disolvió el Parlamento y desde entonces gobierna por decreto. La declaratoria del estado de excepción por 60 días (es decir, mucho más allá de las elecciones) tras la muerte de Villavicencio es el último acto del irrefrenable deslizamiento del gobierno derechista hacia el autoritarismo y de su determinación de descarrilar lo que queda de democracia en el país.
Mientras tanto, al otro lado de los Andes, el autodefinido “libertario” Javier Milei ganó las primarias argentinas con un programa que incluye dinamitar (en sus propias palabras) al Banco Central, sustituir la moneda nacional por el dólar, rematar todas las empresas públicas, legalizar la libre venta de armas de fuego y de órganos humanos, proscribir el derecho al aborto, acabar con la educación y la sanidad gratuitas y reivindicar a los genocidas de la última dictadura militar, a la vez que se criminaliza a sus víctimas. Esta última, como varias de sus propuestas, lo conecta con los liderazgos ultraderechistas que han emergido en Sudamérica en la última década, de manera prominente con el ex mandatario brasileño Jair Bolsonaro, pero también con los frustrados aspirantes presidenciales de Chile José Antonio Kast y Colombia Rodolfo Hernández.
En suma, varias de las democracias suda-mericanas se encuentran bajo un doble acecho: el del narcoestado y el de la restauración salvaje de las políticas neoliberales que devastaron a la región hace tres décadas, y de cuyos efectos apenas comenzaban a reponerse las naciones que experimentaron el giro a la izquierda de inicios de siglo.