Anastasia Sonaranda es guitarrista, compositora y cantante. Es una guerrera cuyo macahuitl (arma mexica) es una guitarra con la que, además de viajar por rumbos precolombinos, explora lo más profundo del folclor latinoamericano.
Es una todoterreno que ha arado tierra por la que ha diseminado las semillas de la música popular. Tanto la ama que, incluso, cuando era adolescente se subía al Metro a tocar junto con su grupo, conformado por jóvenes que interpetaban la kena, el charango, el bombo y la guitarra. Considera a la música popular tan importante como la de academia.
Nació en la Ciudad de México en 1970 y realizó la carrera de concertista en guitarra en la Facultad de Música de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Su obra, tras algunas décadas, ha sido interpretada en América, Europa, África y Asia, tanto por ella como por ensambles y destacados guitarristas.
En 1999 terminó su carrera en la facultad, pero no la dejaron titularse con lo que la apasionaba: una búsqueda en la sonoridad de Latinoamérica. Le costó 20 años pero, finalmente lo logró –la obra que quedó plasmada en el disco Ílhuitl– con un programa folclórico académico, siendo el primer caso de titulación de este tipo, “gracias a colegas”, pero sobre todo a su cercanía con grandes autores, artistas e intelectuales como Leo Brouwer, Salvador Negro Ojeda, Higinio Peláez o Miguelito Peña con los que tuvo la fortuna de recibir enseñanza desde pequeña.
Su historia es peculiar. Anastasia estudió en las escuelas activas, a las que llegaron muchos profesores exiliados de Latinoamérica. Por ejemplo, el uruguayo Alfredo Zitarrosa pagaba la colegiatura de sus hijas dando un concierto en su escuela, recuerda.
Lo primero que aprendió en la guitarra fueron las canciones de los chilenos Víctor Jara y Violeta Parra, así como otras del repertorio latinoamericano. Al crecer, llegó una ola más de exiliados con los que tuvo oportunidad de compartir, al tiempo que, con su papá, el poeta Arturo Guzmán Romano recorrió zonas arqueológicas y pueblos, permeándose de su música. Ingresó luego al Centro de Educación Artística (Cedart) Diego Rivera, que tenía una inclinación hacia la cultura popular, la cual la definió, acepta. Después, pudo entrar a la escuela de música de la UNAM. Pero paralelo, siempre estaba estudiando con músicos populares.
Momentos de discriminación
No obstante su formación, a Anastasia le costó convencer a los maestros de composición sobre sus intenciones de llevar el folclor a la academia, donde lo consideraban música “de segunda”, asegura. Por ello, pasó varios momentos de “discriminación”. Le revisaban sus arreglos populares, pero también tenía que entregar el programa de la escuela.
En 1992, en una visita a su escuela, conoció al compositor y director de orquesta cubano Leo Brouwer, a quien pidió le revisara algunas composiciones. Éste la instó a seguir su camino en lo popular al decirle que “la tradición oral es igual de importante que la facultad de música”, lo que “me marcó e hizo sentir segura”, comparte.
Más que verse en un perfil de guitarrista clásico, ella se imaginaba en uno como el de Atahualpa Yupanqui. Luego descubrió que académicos como Héctor Villalobos, quien tenía un grupo de folclor brasileño, y Manuel M. Ponce se habían ido a estudiar con mariachis para conocer sobre su tradición. También recuerda el caso de Gerardo Tamez –autor de la emblemática Tierra mestiza–, quien “es el antecedente imprescindible que abrió la brecha”.
O sea, ha seguido la pauta de la academia, incluso para sus composiciones, pero la realidad es que sus grandes maestros son los músicos líricos y la calle misma.
Estos grandes autores “no son egresados de una escuela; sin embargo, son músicos de alto nivel, y ahí es donde se topa la academia contra la pared, porque no necesariamente un gran músico se forma en la escuela. El escritor Alejo Carpentier señaló alguna vez que deberíamos reconocer que en América Latina la gran música se encontraba tanto en las academias como en las calles”.
Anastasia Sonaranda cree que “debemos construir con todas las culturas que nos forman, pero ha habido una tradición euro-centrista, lo cual se rompe cada vez más y se han roto varios conservatorios. En México, ha costado un poco, por lo que urge reconocer a la música tradicional como una gran aportación a la historia del arte”.
Este tema es complicado, sostiene, porque la música está regida por una industria indolente. Además de que “los que somos independientes nos la vemos siempre duras para difundir nuestro trabajo. Somos invisibles para la industria. Los grandes autores han dicho que tenemos que hacer la diferencia entre entretenimiento y arte, lo que requiere años de preparación, trabajo, disciplina y mucha entrega. También un conocimiento profundo de nutrición. Hay que ir a fondo al mismo tiempo de no dejar pasar “el bombardeo de cosas que se hacen al aventón y dan poca nutrición. A los chavos los están dejando desnutridos, no les permiten ver el menú completo. Está bien escuchar reguetón, pero que los dejen ver toda la comida”.
Anastasia ha editado los siguientes discos: Sonaranda, Son que ara y anda, Sonaranda Puksi’ ik’ al Xochiltzin, Anastasia Guzmán Sonaranda ANTOLOGÍA, Ílhuitl y Cenyólotl, que vio la luz ayer lanzado por Ediciones Pentagrama.
Cenyólotl es un álbum especial, cuenta Sonaranda. “Es el más folclórico que he hecho”. Contiene tres canciones suyas (incluida una obra para guitarra sola) y homenajes, como la pieza Llueve, que es del padre de Salvador Ojeda, la cual comenzaron a hacer ella y El Negro hace 30 años, y Mi herencia, de Higinio Peláez (maestro de las chilenas de la Costa Chica de Guerrero), con quien practicaba en su casa. Otro tributo es La guanábana, son jarocho que presentó el grupo Zacamandú en 1989, un rescate del historiador y jaranero Antonio García de León, y un arreglo que hizo junto con el maestro Miguelito Peña, con quien también estudié durante años.
Anastasia se ha nutrido de lo popular de forma seria, tanto que para ella ha sido parte creativa de su composición, así como el elemento de la cosmovisión indígena. Pasó 13 años en el Instituto de Investigaciones Antropológicas como alumna de Antonio López Austin. El título del disco, Cenyólotl, se lo dio él; quiere decir “corazón de maíz” o “corazón cordial”, en náhuatl clásico. “Según la cosmovisión de los abuelos uno viene a graduarse de Cenyólot, por eso, esta visión no sólo es inspiración, sino también estructura”.
El disco fue presentado ayer en el Museo Nacional de Culturas Populares por Samuel Máynez Champion (músico, escritor e investigador), con la participación poética de Arturo Guzmán Romano y la musical de Anastasia Sonaranda (guitarra, voz, coyolli, composición, arreglos) en compañía de David Sánchez (contrabajo), Omar Guevara (violín) y Carlos García (flauta transversa, percusiones, flautas indígenas y ocarinas).