Para Aristóteles, lo justo podía asociarse con la conducta que está de acuerdo con la ley. Por lo tanto, se relaciona necesariamente con los instrumentos de autoridad disponibles para el control social (que incluye lo político) y moral. Otro significado vincula a la justicia con la equidad.
Una cuestión relevante respecto de estas dos acepciones es que una persona cuya conducta es injusta y actúa de modo contrario a ciertos principios legales y morales, por lo que carece de virtud, no es necesariamente injusta en cuanto al principio de equidad.
Esto deriva del hecho de que la justicia como equidad concierne a cuestiones externas y sujetas a medida o valuación, es decir, a la relación proporcional entre ellas. No se trata, por supuesto, únicamente de cuestiones económicas regidas por las cantidades y los precios en el mercado.
En materia criminal, por ejemplo, una ley podría considerarse justa cuando se ubica entre los extremos del exceso y el defecto. El asunto es ciertamente complejo por la posibilidad de derivar de juicios violentados muchas veces desde el poder, como ilustra el caso actual del disidente ruso Alexei Nalvany. Uno entre muchos otros. La relación de la ley con la justicia en materia fiscal concierne, en cambio, a otro tipo de objeto en las relaciones sociales; del que surgen distintas consideraciones, valoraciones y proporciones. Y así sucesivamente.
“Para Aristóteles, lo justo es dar a las personas lo que merecen. Ahí empiezan las cuestiones problemáticas que emanan de la naturaleza misma del Estado, de las relaciones sociales establecidas y dominantes en un determinado tiempo y lugar. La primera pregunta que surge al respecto es: ¿Qué es lo que las personas merecen? La segunda cuestión es: ¿Por qué lo merecen?
Para salir del entorno de las relaciones interpersonales y pisar el suelo de lo político, una manera de plantear el debate entre virtud y equidad puede ser en términos de las convicciones morales que se dan alrededor de las cuestiones públicas. Puede esto, así mismo, referirse a un par de preguntas. La primera es: ¿Qué hace a una cuestión política un asunto moral? La segunda es: ¿Cómo consigue una política pública mejorar de modo cabal, progresivo y sostenido las condiciones de la equidad? Este planteamiento abstracto debe llevarse, ineludiblemente, a un terreno específico, el de la política; también al de la administración.
Los temas señalados antes forman parte esencial del discurso del gobierno en el país. Son notorias y constantes las polémicas que se suscitan en muy diversos casos y en distintas ocasiones, con variados niveles de decibelios. Se trata del argumentario oficial al interior de su partido; frente a los destinatarios de las políticas públicas y, también frente a la oposición, los grupos de interés, y no pocos ciudadanos.
La noción de argumentario se trata de un neologismo que se define como el conjunto de argumentos que se emplean para defender una opinión o posición política o ideológica.
Un aspecto derivado de estas cuestiones tiene que ver con la posibilidad de generar un debate que se ubique en la práctica de lo que se ha denominado de manera llana la “argumentación democrática”. Podría discutirse ampliamente sobre esta noción. Aquí la circunscribo y le doy sólo un valor de uso.
Este es un rasgo de la actividad política que se ha ido desfigurando de modo significativo; un fenómeno que parece ser una norma en esta época de descontento, inseguridad e incertidumbre en las sociedades.
Eso se manifiesta en los intercambios entre las fuerzas políticas; en los que se dan entre distintos ámbitos del poder, sea: político, legislativo, judicial, económico y demás. También se aprecia en las relaciones que existen entre el gobierno y los ciudadanos y, de manera relevante, entre los propios ciudadanos. El caso de la prevalencia política de Donald Trump en medio de múltiples acusaciones delictivas es ilustrativo. Ocurre con el gobierno de Benjamin Netanyahu en cuanto al papel del Parlamento y su relación con la Corte Suprema en un país donde no hay una Constitución. Se aprecia en el escenario de las recientes elecciones en España. Y está sucediendo aquí.
La devaluación de la capacidad y la posibilidad de argumentar, lo que requiere de más de una parte para que la cuestión sea efectiva, ocurre en detrimento de la viabilidad y calidad participativa de la ciudadanía, más allá del voto ejercido en los episodios electorales.
Si bien la situación resulta útil de manera predominante para una de las partes, no contribuye a la productividad social surgida del ámbito democrático que se ha ido modificando ya de modo relevante.