En 2018, se publicó en el Diario Oficial de la Federación que el 15 de agosto se conmemoraría el Día del Cine Nacional para reconocer el aporte cultural de México al cine mundial. ¡Vaya que lo merece el gran cine mexicano de los años 40 y 50! Los cielos de Gabriel Figueroa, las historias de Emilio Fernández, la belleza de Dolores del Río, la de María Félix, la gracia de Mario Moreno Cantinflas nos elevaron al séptimo cielo y en Cannes sólo se hablaba del cinéma méxicain. En 1946, los canales de Xochimilco aparecieron por primera vez en las pantallas europeas y María Candelaria ganó el Grand Prix del Festival de Cannes, la Palma de Oro, la primera película latinoamericana reconocida en el mundo del arte, así como La perla ganó el Globo de Oro que entrega Estados Unidos. Nos enamoramos del Lorenzo Rafail o sea Pedro Armendáriz, y los canales de agua café con leche se convirtieron en la Venecia de América.
A propósito de la celebración del cine nacional, recuerdo que acudí a las matinés en la avenida San Juan de Letrán, y pude entrar sin que nadie lo impidiera (porque ser chaparrita resultó una bendición), a películas para adultos en vez de asistir a las clases de taquimecanografía de la señorita Aurora Haro.
Las matinés iniciaron la soberbia enseñanza crítica de muchachos fanáticos de cine, como Jorge Ayala Blanco, José Luis Cuevas, Emilio García Riera, Vicente Rojo, Carlos Monsiváis y tantos más que calentaron las butacas de todos los cines populares del centro de nuestra ciudad.
En los años 50, desde las nueve en punto de la mañana y por la suma de un peso, los niños sumidos en las butacas (muchos de ellos se quedaban parados porque no alcanzaban a ver más arriba del respaldo delantero, se enteraban de Cómo usar las curvas, Gitana tenías que ser y Por ellas, aunque mal paguen. La mayoría de las películas que se exhibían en las matinés ni siquiera son para niños, y es que los requisitos de una película para niños es que no haya besos ni escenas de amor que normalmente se dan en la cama.
En el infantil cine Vanguardias, el padre Pérez del Valle ponía su sombrero ante la lente de la cámara, un segundo antes de que el héroe y la actriz cayeran en brazos el uno del otro, y todos los entonces niños protestábamos: “¡Beso!, ¡beso!, ¡beso!, ¡beso!”, hasta que el sacerdote prendía la luz, subía al escenario y frente a la pantalla blanca nos echaba un sermón de 10 minutos pidiéndonos no adelantarnos al futuro amoroso que nos esperaba.
Los niños que iban al cine Mitla, al Roma, al Ermita, al Florida, al Nacional, al Janitzio y al Tepeyac a ver El amor del arrabal y Horrores de la guerra llenaban su cabeza con un mundo donde los hombres guapos y las mujeres hermosas siempre ganaban; el terror y la fuerza bruta, los balazos y la lucha cuerpo a cuerpo son hechos dignos de la mayor admiración. La heroína, dulce y buena, es rubia como un sol, y el malo de pelo engominado, prieto bigotón es sospechosamente mexicano. Sólo dos cines exhiben películas que además de inofensivas parecen instructivas: El desierto viviente, Festival de la risa y Las mil y una noches.
–¡Chicles, chocolates, dulces! ¡Chicles, chocolates, dulces!
El escuincle de los chicles estaba en todo lugar. Aparecía en el entreacto, con su charola al hombro. Apenas oscurecía, se acuclillaba entre las butacas: “¡Aguas! ¡Aguas! Allí viene el inspector”. Los demás niños lo cubrían con las palomitas de maíz de su buena voluntad para que el señor no lo pescara.
Todo esto no era nada al lado de la reventa de boletos en manos de una mafia desalmada y seguramente priísta. Unos hombres flacos, de edad indefinida, se filtraban en las filas para comprar boleto. Apenas ahí, empezaban a molestar a los demás. Pellizcaban a los niños, importunaban a las muchachas, hasta que la situación se volvía imposible. Entonces los niños gritaban: “¡Policía, policía Mire usted. Allá atrás están empujando!” El policía repartía coscorrones a niños y jóvenes, omitiendo deliberadamente a los perturbadores. ¡Y uno, mudo de sorpresa! Muchas personas salían de la fila, y entonces los revendedores de boletos hacían su agosto. Los espectadores todavía prefieren la reventa a los empujones y las molestias de la fila.
Apoyado en la pared, un cuate vigilaba la compra de boletos. Llevaba cientos de ellos en los bolsillos y los repartía a su pandilla. En muchos de los cines de las avenidas Niño Perdido, San Juan de Letrán y Fray Servando Teresa de Mier, operaba ese fabuloso negocio. Vi a una joven incauta desdoblar con cuidado la esquina de su pañuelo: un tambachito de 10 veintes ahorrados para entregárselos al estafador a cambio de un pedacito de cartón rojo y negro.
Cuando terminaba la matiné, había una nueva fila, más larga aún, de los que pretendían ocupar los asientos en la función de la tarde. Por eso, al Mitla y al Ermita, al Tepeyac y al Florida, los llamaban cines de silla caliente.
Y los revendedores seguían formados, haciéndose los disimulados: “¡Luneta, luneta a dos pesitos!” El policía, a lo lejos, mira hacia el cielo, como si San Pedro le estuviera abriendo las mismitas puertas.