Fue el Estado. Sigue siendo el Estado. Pese a algunos avances: el acceso parcial a cuentagotas a determinada información relevante y dos generales, un procurador y un centenar de oficiales, soldados y civiles presos, el poder militar sigue casi intocable y la impunidad persiste bajo un manto de secrecía, negacionismo oficial, opacidad, mentiras, desinformación, manipulación, ocultamiento sistemático de documentación esencial por el alto mando castrense, destrucción de pruebas y siembra de evidencias falsas, obstaculización de las investigaciones y obstrucción a la justicia y al derecho a la verdad así como el incumplimiento (desacato) de las órdenes del Presidente de la República como comandante supremo de las fuerzas armadas. A lo que se suma, la eliminación física –hasta ahora− de nada menos que de 26 testigos clave, envueltos en la trama de la llamada “verdad histórica” (o solución final) del ex procurador general Jesús Murillo Karam, típica práctica de manual, consciente y deliberada, de lo que en el mundo de las operaciones clandestinas se conoce como “exposición limitada” ( limited hangout).
El exhaustivo y demoledor sexto y último informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) reconfirma, con nuevas pruebas extraídas de documentos de las propias instituciones militares, lo que a partir de testimonios, investigaciones, indicios periciales y simples deducciones lógicas se pudo concluir desde los días inmediatos posteriores a los hechos del 26 y 27 de septiembre de 2014 en Iguala: fue un crimen de Estado. Un acto de barbarie planificado, ordenado y ejecutado de manera deliberada. No se debió a la ausencia del Estado; tampoco fue un hecho aislado. Los crímenes de Iguala venían a confirmar la regla y formaban parte de la sistemática persecución, asedio y estigmatización clasista y racista de los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal) hacia los estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. En ejercicio de sus funciones –o con motivo de ellas−, agentes estatales actuaron con total desprecio por los derechos humanos, violando el derecho a la vida de seis de sus víctimas y una fue antes torturada de manera salvaje para ser exhibida con fines de contrainsurgencia. Asimismo, los 43 desaparecidos fueron detenidos con violencia física por agentes del Estado −uniformados y de civil−, y trasladados en vehículos oficiales, seguido de la negativa a reconocer el acto y del ocultamiento de su paradero, lo que configuraba el delito de desaparición forzada.
Tras casi nueve años de filtraciones, mentiras y manipulaciones, gracias al GIEI hoy sabemos que distintas corporaciones de los aparatos de seguridad del Estado −entre ellas, el Centro Militar de Inteligencia (CMI, alias “contenido mediático de información”) y el Centro Regional de Fusión de Inteligencia (CRFI) de Iguala, conectados con el alto mando de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena); los batallones 27 y 41 del Ejército y sus mandos corruptos; la Unidad de Inteligencia Naval ubicada en Coatepec de los Costales (municipio de Teloloapan), dependiente del estado mayor de la Secretaría de Marina (Semar); el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen, hoy Centro Nacional de Inteligencia) y la entonces Policía Federal, además de las policías estatal y ministerial de Guerrero y las municipales de Iguala, Cocula y Huitzuco− estaban comprometidas, por acción u omisión, y en colusión o cohabitación con un grupo de la economía criminal ( Guerreros Unidos), en la comisión de crímenes de guerra contra estudiantes, que según el derecho penal internacional tipifican como delitos de lesa humanidad.
Como señaló Carlos Beristain al ofrecer las conclusiones del GIEI junto con Ángela Buitrago, la detención-desaparición de los 43 normalistas (con su reminiscencia del Decreto Noche y Niebla de Hitler y su “efecto aterrorizante” destinado a paralizar a la población por el miedo y el horror y desarticular cualquier forma de resistencia activa al régimen de dominación); la tortura, desollamiento y muerte de Julio César Mondragón (tratos crueles e inhumanos ilegales también practicados contra presuntos delincuentes para que se auto-incriminaran), y la ejecución sumaria extrajudicial, forman parte del modus operandi del aparato del Estado y no se debe sólo a la inercia institucional ni se limita a determinadas administraciones: es un fenómeno estructural.
Tras la rotunda negativa del general Salvador Cienfuegos a abrir información crucial del Ejército −con apoyo del sicariato mediático−, el GIEI regresó a México pues el gobierno de Andrés Manuel López Obrador prometió y ordenó que se habilitaran los archivos disponibles para dar con el paradero de los estudiantes. Pero el ocultamiento y la insistencia en negar cosas que son obvias por parte de los mandos castrenses, impiden el acceso pleno a la verdad. No obstante, el GIEI pudo demostrar que el “músculo del Estado” estuvo presente en los hechos de Iguala y el ocultamiento de información (en particular de la Sedena y la Semar como estamentos corporativos) ha pretendido invisibilizar o diluir las responsabilidades del Estado mexicano. Con un riesgo inherente: “Que la mentira se institucionalice como respuesta”.
Como señalamos de manera temprana en La Jornada, los hechos de Iguala respondieron a una dinámica de burocratización, rutinización y naturalización de la muerte, que no puede funcionar más que en un estado de excepción, pero donde, de manera perversa, la excepción se ha convertido en su contrario: en regla permanente. Con otro hecho constatable: el capitalismo criminal del siglo XXI se rige por la necropolítica; un necropoder en cuyo seno las fuerzas estatales actuaron como máquinas de guerra con derecho de matar igual que en la Alemania nazi.
Ahora, cuando el velo de secrecía ha sido hecho jirones y quienes asumieron la responsabilidad jerárquica oficial de los hechos no pueden apoyarse en una historia falsa para desinformar, recurren a admitir algo de verdad con fines diversionistas, mientras logran retener datos claves, perjudiciales, que van a la raíz del caso. Lo que el famoso ex agente de la CIA Victor Marchetti definió en 1978 como limited hangout, expresión que en el mundo del espionaje es el artilugio favorito usado por profesionales de la clandestinidad para ocultar lo medular. De allí, lo del título.