Tengo la conciencia tranquila. Creo haber hecho lo que debía. Siempre que puedo voy a visitar a mi madre, pero a veces, aunque tenga un rato libre, prefiero posponer nuestro encuentro para otro momento porque siento que me faltan fuerzas para hablar otra vez de lo mismo: de si le guardo algún rencor, si comprendo lo que fue sobreponerse a la pérdida, si me doy cuenta de sus esfuerzos por ser una buena madre, si la entiendo cuando me habla de sus cosas. Ahora sí la comprendo porque ya estoy grande, antes no.
Cuando tocamos el tema, se lo explico, le digo por qué me costaba tanto trabajo aceptar sus ausencias. Entonces se me queda mirando extrañada y me acusa de injusta. Hay muchas formas de abandono y no lo discuto, pero ella tiene razón cuando me recuerda que nunca se fue, que jamás faltó a la casa, siempre que era posible estaba cerca de mí. Aunque se hallara muerta de cansancio y con ganas de tirarse en la cama, nunca dejó de oírme cuando le platicaba de cómo me había ido en la escuela, de las conversaciones con mis amigos, de los pleitos en la cooperativa. Hasta llegué a confesarle que Rodolfo siempre quería besarme cuando el maestro de modelado dejaba al grupo solo en el taller.
II
Cuando era chica, a mi madre siempre se lo dije todo, pero nunca caí en la tentación de mencionar a mi hermana Dominga, ni jamás me referí a nada que pudiera recordársela, aunque sabía que ella esperaba el momento de oírme decir su nombre para agarrarse de ahí, como de una tablita de salvación, y poder imaginarse a mi hermanita antes, viva, completa, sin necesidad de que nadie le insistiera en que los restos que teníamos enfrente, con mechones de cabello apelmazados por la sangre y el lodo cubriéndole la carita, era su hija.
A pesar de las condiciones adversas y de sus desfallecimientos, aquella noche mi madre acabó por reconocerla y sentirla como a su niña; sin embargo, estaba imposibilitada de abrazarla, cuando mucho pudo retirarle los mechones que ocultaban sus ojos, cerrarle la boquita, citarla con algunos de los nombres con los que solía referirse a ella: Minga, Chatita, Negra, Bonita, Pingüica –todo sin esperar respuesta alguna–.
III
De verdad, siempre que puedo voy a visitar a mi madre, pero sigo esforzándome por no hablarle de Dominga. No tiene caso torturarla recordándole cómo era mi hermana antes de aquella noche, cómo sobresalía en la escuela, quiénes eran sus amigos, cuáles eran los regalos que pensaba pedir en su cumpleaños. Tampoco he creído conveniente platicarle cómo, más tarde, nos íbamos juntas rumbo a la casa haciéndonos bromas, tocando timbres y echándonos a correr con una sensación de triunfo que raras veces he vuelto a sentir.
Provocarle ese tipo de recuerdos, además de cruel, sigue resultando muy dañino para ella. No lo invento. Me baso en experiencias. Recuerdo que hace tiempo fue muy doloroso ver cómo, sólo porque una amiga le mencionó a Minga, ella se volvió loca y se puso a buscarla y otra vez acusó a mi padre –ya para entonces ausente de la casa– de que era culpable de la muerte de Dominga por haber soltado su manita uno, dos, tres segundos antes de que atravesaran la avenida.
Al escuchar sus gritos, vecinos tuvieron que intervenir y se llevaron a mi madre al hospital, de donde la trasladaron a otro especializado en alteraciones mentales. No fue fácil sacarla de allí. Con todo y que entonces yo sólo tenía dieciséis años, entregué un documento haciéndome completamente responsable de ella. Lo firmé con la certidumbre de que iba a cumplir mi compromiso y lo he hecho.
IV
Con frecuencia me asaltan los recuerdos y vuelvo a sentirlo todo: la lluvia, las miradas de los curiosos que iban en aumento; mi padre empapado, llorando, jalándose los cabellos mientras juraba por Dios que nada era su culpa, que todo había sucedido tan rápido que le costó trabajo darse cuenta de que el cuerpo deshecho frente a él era el de su hija –un segundo antes juguetona, tomada de su mano– y que la sangre que la manchaba toda era también de él.
Es verdad que aquella noche horrible todo ocurrió de prisa, sin pausa entre los gritos, las órdenes, el operativo para aislar la zona con cintas amarillas y en medio de aquella especie de remolino los paramédicos y los periodistas de nota roja mencionando a la “hoy occisa”. No comprendí la expresión pero me hizo sentir que a mi hermana y a mí nos separaba sin remedio.
Confié en que la tragedia no me separaría de mi madre. Algunas noches, cuando la creía dormida, entraba en su cuarto y, sentada en la orilla de su cama, le tomaba la mano, esperando una respuesta. Entonces, en medio de la oscuridad, ella pronunciaba el nombre de mi hermana y le decía: “¿Eres tú?” Entonces, sin responder, me alejaba despacio al cuarto compartido por años con mi hermana en donde ahora estábamos su ausencia y yo.
Nunca le he hablado a mi madre de mis visitas nocturnas, de mis intentos por hacerla sentir mi presencia. Me queda claro que hay muchas formas de estar ausente y de mostrarse como una buena hija.