Insistir tercamente en la verdad para Ayotzinapa lo cambió todo. Lo que con Peña Nieto se explicaba al nivel de algunos policías y autoridades municipales corruptas, en el sexenio de López Obrador ya se ha revelado como una conspiración de Estado para, primero, acabar físicamente con los “latosos” 43 estudiantes de la normal Ignacio Burgos y, segundo, encubrir la increíble actuación concertada con ese propósito del Ejército, Marina, policías estatales, municipales, narcos, Cisen, Secretaría de Gobernación y, en, segundo, en un grado que aún ignoramos, de la Presidencia misma de la República en el sexenio anterior. Esto habla del deterioro radical del fundamento constitucional de la acción de las autoridades más altas de la nación, de las fuerzas armadas y funcionarios que están para proteger a los ciudadanos. Pero Ayotzinapa –y sobre todo las madres y padres de los estudiantes– nos habla también de que a pesar de los anhelos y promesas democráticas que se reiteran en los recientes sexenios, hay un sustrato oscuro y profundamente arraigado al nivel de estas fuerzas del Estado que no ha abandonado las coordenadas de los años de “matar en caliente” del porfiriato, de la violencia posrevolucionaria contra los que se perciben como enemigos en los años 20 y 30, la complicidad con el narco de los años 80, el autoritarismo más bárbaro de los 60 y su cómplice clave, la secrecía que impone el poder.
Pero precisamente por todo esto que revela, Ayotzinapa es un momento que puede ser de quiebre y transformación, no mediante una agenda inventada, sino para empezar a partir de las justas demandas de justicia y verdad para los 43 y para las y los jóvenes del país. Precisamente porque la violencia de Estado sigue, es indispensable considerar a Ayotzinapa como una visión y actuación todavía vigente, perfectamente capaz de generar horas terribles de angustia, de persecución y de barbarie nocturna como apenas, y casi ayer ocurrió en Iguala, y no como un accidente aislado y reprobable, sino como una política de facto, real y permanente hasta el presente. Eso explica por qué en 1929 la policía no dudaba en atacar las asambleas, disparar contra los estudiantes que luchan por la autonomía; en 1942, en marcha de protesta del Poli, bomberos matan a una estudiante a hachazos; en los 50, militares ocupan instituciones de educación superior; en los 60 se clausura la mitad de las normales rurales, y viene Tlaltelolco. Se instaura luego la guerra sucia y más tarde, en junio de 1971, cientos de universitarios, politécnicos y normalistas son muertos por paramilitares del gobierno de la Ciudad de México. La política de actuar sin miramientos contra jóvenes permea también de violencia simbólica los años 90, pues se restringe el acceso a la educación gratuita mediante exámenes sumamente selectivos del Ceneval (y cuando hay protestas las fuerzas armadas ocupan la UNAM y se encarcela a mil estudiantes). En 2011, como ominoso preludio, la policía estatal asesina a balazos, y ante la prensa, a dos estudiantes de Ayotzinapa (Ver Aboites, H: “Cien años de violencia de Estado contra estudiantes…” Revista Korpus, 2022), Y luego, viene la noche de Iguala y los 43, y en 2022, una normalista muere al atacar la policía estatal una manifestación de mujeres estudiantes de Tlaxcala, y los alumnos del Mexe en Hidalgo siguen sin edificio. Esta es la parte oscura del Estado que increíblemente todavía hoy tiene tanta fuerza y cumple una tan prolongada presencia violenta y mortal en la educación. Es urgente e indispensable dejar atrás en todas sus manifestaciones la violencia de Estado contra las y los estudiantes porque se ha vuelto parte inherente de la educación pública. Y cabe la pregunta: ¿no tendrá todo esto algo que ver con el hecho de que México es uno de los países latinoamericanos con el más bajo porcentaje de matrícula en la educación de sus jóvenes? Y, la otra pregunta, la violencia que vive el país, ¿no tendrá como uno de sus factores el hecho de existan 11 millones de jóvenes sin escuela, 5 millones sin trabajo (SEP 2023 y Conapo) y que, por otro lado, ellos sean una destacada mayoría de los internos en prisión? Y hace tiempo se informaba que la Suprema Corte de Justicia de la Nación había aprobado que se puede encarcelar preventivamente también a jóvenes de 14 a 18 años (El País, 18/5/2017). Y, además, convalidando la política restrictiva, la CNDH, ni siquiera admite que se violente algún derecho humano de las y los jóvenes aspirantes a la educación media superior y superior.
Porque nos enfrenta a la realidad brutal de la violencia del Estado en la educación en México y al deterioro de su papel como constructor de nación, Ayotzinapa obliga no sólo a resolver a fondo esa noche de violencia, sino a también a un cambio radical y permanente en las políticas violentas respecto de las y los jóvenes.
* UAM-X