El anticomunismo perdió todo significado desde mucho antes de que desaparecieran la Unión Soviética y los partidos comunistas. En México sirvió de bandera a los grupos ultramontanos de siempre, a los hispanistas furibundos, a los fascistas criollos, a los herederos del movimiento cristero desde los años 30 del siglo pasado. En Estados Unidos, el anticomunismo del senador Joseph Raymond McCarthy fue la fachada ideológica para perseguir a liberales, demócratas, progresistas, artistas, escritores, periodistas, actores y partidarios de los derechos civiles. Envueltos en esa misma etiqueta, el fanatismo y la supina ignorancia dieron pie al linchamiento de tres trabajadores universitarios poblanos en San Miguel Canoa en 1968. La más reciente novedad es el anticomunismo como coartada de magnates que no quieren pagar los miles de millones de pesos que le adeudan al fisco y que a modo de chantaje ponen a su patiño a decir tonterías contra los libros de texto gratuitos frente a las cámaras. En suma: durante décadas, el anticomunismo fue un recurso fácil para alborotar a la opinión pública en contra de cualquier cosa.
Pero ese no es el único factor que ha llevado al discurso anticomunista a perder su eficacia. Su principal falla es que el comunismo, en tanto que movimiento internacional organizado y factor de poder en la política mundial, dejó de existir. Así, acusar a alguien de comunista es casi tan trasnochado como señalarlo por ser cátaro o tildarlo de hereje. Por eso las variaciones sobre el mismo tema inventadas por la derecha, como la conspiración del Foro de Sao Paulo, la supuesta venezuelización de México –ninguno de quienes han sostenido tal idiotez ha sido capaz de explicar con precisión qué quería decir– no hacen mella más que entre un pequeño puñado de intoxicados; por eso, la imaginaria dictadura implantada por la presidencia de López Obrador no espanta ni a los niños, a quienes supuestamente los comunistas se iban a comer crudos.
Los ideólogos y gerentes de la oposición reaccionaria no son tan tontos como para ignorar que el grueso de la opinión pública mexicana no vive en 1953, sino en 2023 y que en tiempos recientes ha ido adoptando visiones sociales y progresistas, que los pobres de este país, que son la mayoría de los habitantes, están hartos de ser utilizados como carne de cañón laboral y electoral, y que la transformación nacional en curso ha superado en forma profunda y perdurable las actitudes clasistas, el egoísmo individualista como guía moral y el cúmulo de recetas de superación personal como sucedáneo de la ética pública. Así se explica que a esos mismos ideólogos y gerentes les resulte imposible hoy día asumirse como lo que son –derechistas– y acudan en masa a la tienda de disfraces para agotar los inventarios de progresista, de izquierda, defensor de los derechos humanos, ambientalista, feminista, agrarista y demás. Vaya, hasta le inventaron un currículo trotskista a su aspirante presidencial y buscaron arrogarse la paternidad de los programas sociales de la Cuarta Transformación, particularmente la pensión universal para adultos mayores.
Esas engañifas no funcionaron o, más bien, resultaron contraproducentes en la medida en que hicieron ver al señor X y a sus adherentes como falsificadores de sí mismos. Muy pronto se hizo evidente que esa facción no tiene más proyecto que eliminar los programas sociales, retomar la agenda de privatizaciones en el mismo punto en que quedó interrumpida en 2018, volver a los regímenes que volteaban hacia otro lado para no cobrar impuestos a los grandes causantes, restaurar estrategias de “seguridad pública” que devinieron en un matadero de pobres y en el enriquecimiento adicional de los ricos, entregar el presupuesto de seguridad social a aseguradoras privadas y hasta sacar al malogrado aeropuerto de Texcoco del lodo en el que yace para retomar el proyecto y entregarlo en concesión a los privados. Un proyecto de la más grosera, descarnada y trasnochada derecha, pues.
Lo gracioso del asunto es que el señor X y los suyos, atrapados en su lógica de capitalizar para su causa cualquier expresión de descontento contra la Cuarta Transformación, acabaron por inhabilitar a la aspirante “progresista” y “de izquierda” que lanzaron hace unas semanas con tanto bombo y platillo y terminaron cohabitando con el magnate anticomunista y con los medievales de la Unión Nacional de Padres de Familia en la campaña contra los libros de texto gratuitos.
A ver si ahora no se les ocurre inventar el trotskismo anticomunista o el anticomunismo trotskista; el orden de los factores no altera el oxímoron.
Y sí: son un mal chiste.
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