Desde su origen, hace más de 100 años, las normales rurales y sus egresados materializaron un proyecto educativo crítico, desde abajo, acorde con las necesidades de los pueblos empobrecidos y oprimidos. Con el espíritu revolucionario, agrarista y socialista de la época, las normales rurales sirvieron para formar profesores que “toman atole, comen tortilla con chile y viven con los pueblos”, como demandaría una comunidad ñuu savi al general Lázaro Cárdenas hace varias décadas, cuenta Luis Hernández Navarro en su estupendo libro La pintura en la pared. Una ventana a las escuelas normales y a los normalistas rurales .
El carácter crítico con que son formados los estudiantes de las normales rurales, su tradición organizativa, así como su origen popular –mayoritariamente hijos de campesinos e indígenas–, ha derivado en generaciones de profesores que luchan en defensa de la educación pública, crítica y científica; por mejoras en sus condiciones laborales, por sindicatos democráticos, por proyectos pedagógicos críticos.
La tradición organizativa de los normalistas, su formación en el pensamiento crítico, y su permanente defensa de la educación pública y gratuita, les ha valido una amenaza constante del Estado mexicano, que no sólo ha intentado desaparecer a las escuelas con sus dormitorios y comedores, también ha perseguido, criminalizado y reprimido a sus estudiantes y egresados. Al atacar a las normales y a sus estudiantes, el Estado no sólo atenta contra un valioso proyecto educativo; también ataca esa semilla de lucha y libertad que representan muchos maestros y maestras, eslabones claves en procesos organizativos de base y en numerosas experiencias de lucha en todo el país. Esto era lo que movía a Gustavo Díaz Ordaz cuando en 1969 atestó un golpe brutal al cerrar 14 normales rurales.
Ya sea asfixiándolas económicamente, reprimiéndolas directamente, o espiando e infiltrando a sus organizaciones, el Estado mexicano ejecutó una guerra de contrainsurgencia frente las normales rurales y sus estudiantes. En su objetivo, el Estado no sólo buscó evitar o borrar de la historia un largo historial de experiencias revolucionarias, sino que también buscó evitar que esa tradición organizativa y reflexión crítica siga teniendo presencia en el país.
En la etapa neoliberal, la guerra contrainsurgente del Estado frente a las normales y sus estudiantes se vio complementada por la guerra del mercado contra lo público en general y contra la educación pública y gratuita, en particular. Durante décadas las normales y sus estudiantes no sólo vivieron la represión y estigmatización, sino también afrontaron problemas económicos más severos. Al tiempo que los normalistas lucharon y luchan por más recursos y lugares para estudiar en sus escuelas, por trabajos dignos y bien remunerados, tienen que enfrentar el discurso criminalizante que pasó de ubicar a sus escuelas como “escuelas del diablo” y “nidos de comunistas” a “grupos violentos vinculados al crimen organizado”.
En Guerrero, en particular para los estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, la guerra contrainsurgente y neoliberal contra el normalismo tomó una característica también observable en otras partes del país: las disputas por el control territorial entre empresas del crimen organizado con sus brazos políticos y sus fuerzas armadas legales e ilegales. Gracias al Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), hoy sabemos que en los trágicos hechos del 26 de septiembre de 2014 participaron coordinadamente fuerzas armadas del crimen organizado y fuerzas armadas y autoridades del Estado mexicano. En Ayotzinapa vimos y vivimos el grado de simbiosis entre Estado y crimen organizado, asociación que operó durante el crimen, que ha operado para mantenerlo en la impunidad, y que tocó presidencias y policías municipales, gubernaturas y policías estatales, al Ejército, al Cisen, a la Marina, al Estado Mayor Presidencial y a la Presidencia de la República. Ese “narco-Estado del pasado” sigue siendo cosa del presente, al grado de impedirnos acceder a la verdad y la justicia. El Estado mexicano, desde algunas personas e instituciones, sigue garantizando impunidad a esa compleja y gigantesca red de criminalidad.
No sabemos si el Estado y su Ejército obedecen u obedecieron al crimen organizado, o si el crimen organizado sirve al Estado y a su Ejército. Indagar esa relación no es ocioso, despejará dudas y ayudará a aclarar el crimen de Ayotzinapa y muchos otros que acontecieron y acontecen. Por ahora dos cosas sí son seguras: en esa simbiosis entre el Estado y su Ejército, por un lado, y el crimen organizado por el otro, está la responsabilidad del crimen de Ayotzinapa. Hay nombres y apellidos de los responsables, sí, pero también hay responsabilidad estructural, institucional y transexenal. La segunda certeza y más grave es que, a casi nueve años de aquella noche trágica, nos siguen faltando 43 estudiantes normalistas.
* Sociólogo
Twitter: @RaulRomero_mx