Es bien conocida la fotografía tomada en 1974 en Kanawha (Estados Unidos) durante la llamada Gran guerra de los libros de texto : una mujer con un cartel que dice: “Yo tengo una Biblia, no necesito esos libros sucios”. Ese año, conservadores preocupados por contenidos educativos referentes a multiculturalismo lograron construir un pánico moral que movilizó violentamente a sectores sociales en rechazo a valores “peligrosos” que podían corromper a estudiantes y escuelas. Esa guerra fue una histórica plataforma política de la derecha estadunidense y la posicionó como actor clave en la discusión educativa nacional. Tal episodio aún encuentra eco en las luchas republicanas contra la enseñanza de la denominada “teoría crítica de la raza”, instigadas entre otros por Steve Bannon y la organización Moms for Liberty, relacionados con la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC) que en 2022 se reunió en México.
Aunque mucho menos explosiva que en el contexto estadunidense, la actual cruzada conservadora contra los libros de texto gratuitos (LTG) en México, encuentra sentido profundo no en aspectos puramente curriculares, sino en el ejercicio del poder y su disputa.
La motivación fundamental de organizaciones de padres de familia y liderazgos mediáticos conservadores reside en evitar a toda costa que se construya un nuevo piso mínimo en las discusiones educativas cotidianas, que apuntaría, entre otras cosas, a la problematización de desigualdades de género, clase y etnia aún vigentes. Como en EU, la raíz de la disputa por los LTG es una confrontación de valores en torno a cómo debe ser la sociedad, que ha permitido posicionar públicamente los principios y fobias de la ultraderecha en el ámbito educativo y el debate político.
Es verdad que en el México actual, organizaciones conservadoras hallan mermada su capacidad de movilización debido a un claro proceso de secularización social, el éxito de una industria cultural “multicultural” e “inclusiva” y la compleja hegemonía obradorista. Sin embargo, además del lawfare y las campañas mediáticas promovidas contra los nuevos libros, dichos grupos han formado una coalición discursiva tácita con una diversidad de actores educativos otrora relevantes en el sector (expertos, fundaciones, editoriales y organizaciones de la sociedad civil) hoy desplazados o venidos a menos, los cuales se han convertido –quizás involuntariamente– en sus principales aliados coyunturales.
Si bien en aspectos importantes de política educativa el neoliberalismo se mantiene como el horizonte insuperable de la 4T, el ostracismo de algunos que fueron sus principales impulsores ha resultado evidente: voces expertas en educación han sido sustituidas por otras o no son ya relevantes; influyentes organizaciones civiles han perdido derecho de picaporte en la burocracia educativa federal y trabajan de bajo perfil con gobiernos de entidades federativas estratégicas; editoriales privadas no acceden ya a puertas giratorias e importantísimas fuentes de ingreso y organizaciones de padres de familia se han quedado por ahora sin la prerrogativa de ser “consultadas” sobre los rumbos del conocimiento oficial.
Los sectores desplazados de la SEP han mostrado cuestionamientos sobre aspectos relevantes de los LTG: preocupaciones técnicas (como las dificultades de la enseñanza de las matemáticas con libros que destinan menos espacio explícito a la disciplina); de procedimiento (preocupación por la falta de transparencia en la participación docente y las polémicas legales en curso) o didácticas (debido a la alta carga conceptual de los materiales, que se considera pueden dificultar crear un puente didáctico en clase).
No obstante, en su afán por chocar con la 4T a toda costa, dichos actores han terminado por aceptar de facto el liderazgo de los grupos conservadores en la oposición a los LTG. Lo anterior queda explícito tanto en la ligera caracterización de los materiales, en tanto “imposición doctrinaria” (comunista, woke, populista o cualquier otra ocurrencia), como en el decretar su muerte antes de que éstos lleguen a las aulas y sean conocidos por docentes, estudiantes y familias, sus principales destinatarios. Sin escuchar a millones de docentes (expertos en el trabajo educativo cotidiano) ni conocer sus experiencias con los materiales propuestos, decidieron que no deben llegar a las aulas. Tal vez –de nuevo–, sin querer, han hecho suya la negativa total de los más reaccionarios.
Como está planteado hasta ahora, el rechazo a los LTG no beneficia políticamente a sectores desplazados de la SEP, socialmente desprestigiados por “estar asociados” con el neoliberalismo en educación. Tampoco es favorable a estudiantes y docentes, ya que les excluye de una fuente de cultura y de discusiones necesarias para avanzar en la construcción de un sistema educativo más justo. Mucho menos resulta benéfico a la democracia, agrietada por desigualdades y exclusiones que se reproducen desde la escuela, espacio fundamental de socialización.
En la academia y ciudadanía persisten cuestionamientos razonables sobre aspectos de los LTG que deben ser atendidos por la autoridad educativa. No obstante, el eclipsamiento de éstos por una narrativa abiertamente reaccionaria termina por favorecer a una ultraderecha que halló en el debate educativo una plataforma para posicionar públicamente sus principios y fobias y que construye poco a poco una estructura operativa que va mucho más allá del debate educativo nacional.
* Profesor FFL-UNAM
Twitter: @MaurroJarquin