A 29 años de levantamiento en armas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) aquellos motivos de lucha son más vigentes en Chiapas que el 1º de enero de 1994. El hambre, la marginación, los desplazamientos forzados, los homicidios, la tortura y las violaciones a los derechos humanos son común denominador, a ello se añade la presencia grupos del crimen organizado. La violencia no sólo ocurre en poblaciones rurales, San Cristóbal de las Casas es escenario de crímenes perpetrados por grupos de personas indígenas que se vieron obligadas a dejar el campo y con él la yunta y el arado para en su lugar tomar las armas, e integrarse a la maña en una entidad cada vez más fragmentada por la presencia de grupos paramilitares y sicarios de distintas organizaciones criminales que se disputan un territorio de por sí complicado debido a conflictos heredados por generaciones.
El fin de semana se registró la movilización de personas que, llamados Los Motonetos, irrumpieron en un barrio del centro de San Cristóbal de las Casas, el de Guadalupe, contratados para “resolver” una disputa entre particulares. Hubo disparos, gritos, estampida de personas, lesionados y 12 detenidos. Como resultado de trabajos coordinados entre fuerzas municipales, estatales y federales “se logró retomar el control de la zona”, o al menos así lo afirman autoridades que, si bien controlaron la situación, lejos parecen estar de tener el control de una zona que el crimen se disputa.
A partir de la segunda mitad de la década de 1960 comenzaron las expulsiones por intolerancia religiosa en San Juan Chamula, municipio regido ancestralmente por usos y costumbres, y uno de los más violentos de Chiapas. En 1974 se dio una expulsión masiva, 161 personas fueron obligadas a dejar su tierra y con ella su pasado para enfrentar un futuro incierto y nada prometedor. Aquella expulsión escondió en asuntos religiosos una operación política del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y el entonces gobierno chiapaneco, los expulsados no profesaban una religión distinta a la de sus vecinos, eran disidentes políticos.
De acuerdo con la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, entre 15 mil y 25 mil indígenas tsotsiles fueron expulsados entre 1964 y 1994 de San Juan Chamula, Zinactan, Amatenango del Valle y Mitontic. Entre 1988 y 1989, durante el gobierno de Patrocinio González Garrido, las expulsiones aumentaron. La población desplazada de San Juan Chamula, mayoritariamente evangélica, asciende hoy a aproximadamente 50 mil personas, cifra que no cuenta a las generaciones que nacieron en el desplazamiento.
Sin tierras qué trabajar, muchos desplazados se asentaron el la zona norte de San Cristóbal de las Casas, donde sus hijos crecieron o nacieron, varios integran hoy bandas de pandillas –entre ellas Los Motonetos– reclutadas por el crimen organizado para cometer distintos delitos: asalto, venta clandestina de combustible, extorsión, narcotráfico, secuestros, se rentan como sicarios y ofrecen servicio de amedrentamiento. Si, por ejemplo, se presenta un accidente de tránsito y con él la clásica disputa sobre quién tiene la culpa, sólo basta contratar a Los Motonetos para que en minutos arriben al lugar a amenazar a la otra parte para que asuma su “culpabilidad”.
El Estado no sólo ha sido, durante décadas, omiso a las graves violaciones de derechos humanos cometidas contra quienes se han visto obligados a desplazarse de su lugar de origen; también ha sido cómplice de injusticias y crímenes de lesa humanidad cuyas consecuencias fueron tan alertadas como desentendidas. Hoy cobran una factura cuyo principal monto paga y asume una sociedad que lejos está de finiquitar el monto que décadas de olvido e injusticias contra poblaciones orilladas a convertirse en vulnerables genera causando cada vez más intereses.
Se podrá controlar el instante, como afirman haber hecho las autoridades tras lo ocurrido este fin de semana en San Cristóbal de las Casas, pero mientras no se atiendan las causas del gigantesco y lamentable abanico de violencias en Chiapas, será imposible controlar una zona que ha sido tomada por quienes aprovechan la ausencia del cumplimiento de derechos y el olvido de un gobierno que necesita reconocer su responsabilidad –aunque sea culpa del pasado– para en el futuro no ser cómplice de los mismos que promulgaron una ley que no fue consultada con los indígenas e invariablemente violan. Se tiene que reconocer que Chiapas es un polvorín y, para no repetir injusticias, que los hoy victimarios son víctimas de un ayer desatendido.