Al cine de la argentina Albertina Carri se le suele calificar de provocador. La etiqueta es cómoda, aunque también reduccionista. En realidad, desde hace dos décadas sus trabajos abordan las expresiones artísticas más variadas (cortometraje, animación, documental, cine de ficción; teatro, literatura e instalaciones artísticas), con opciones estilísticas sorprendentes y un punto de vista radical sobre la realidad social argentina marcado por la perspectiva de género. Dos cintas emblemáticas, el documental Los rubios (2003) y La rabia, largometraje de ficción de 2008, informan de la voluntad de la cineasta por conjuntar las vivencias personales con una memoria colectiva para evocar los años de plomo de la dictadura militar en Argentina, y de describir, en el microcosmos asfixiante de una granja, el enfrentamiento violento y bestial de dos familias con el tipo de mezquinidades morales, recelos y odios que suelen desembocar en lo que hoy se conoce como polarización política y social.
En Géminis (2005), otra cinta de ficción, Albertina Carri traslada ese conflicto al seno de una familia burguesa esforzada en simular una armonía doméstica perfecta cuando en realidad cada uno de sus miembros asiste al deterioro incontenible de sus pretendidos baluartes morales. No sólo es esa familia la depositaria de prejuicios racistas y de clase muy acentuados, sino también la propagadora de una doble moral encarnada en una madre intolerante. Ese andamiaje de fragilidad evidente se cimbrará por completo con la infracción del último tabú moral imaginable, el incesto entre hermanos. Con un manejo irónico del melodrama, la película es una nueva exposición de las contradicciones de un sistema de dominación patriarcal que hace aguas por todas partes.
Una pornoguerilla feminista. Pero la vertiente más novedosa del cuestionamiento de género que viene practicando el cine de Albertina Carri es sin duda la subversión total que hace del cine pornográfico, el género más representativo de una ideología sexista. Ya desde algunos cortometrajes, Barbie también puede estar triste (2002) y Pets (2012), la cineasta había dislocado dicho género con las propuestas jocosas y subversivas de un porno reinterpretado en clave feminista. En Las hijas del fuego (2018) la experiencia es aún más radical. En esta cinta un grupo de amigas emprende un viaje desde Ushuaia en Tierra del Fuego hasta Buenos Aires, durante el cual se librarán unas con otras a todo tipo de exploraciones eróticas en una bacanal de deleite poliamoroso.
El título procede del libro homónimo de 1854 de Gérard de Nerval, reunión de retratos femeninos novelados, y su intención es subvertir estereotipos femeninos románticos que con el tiempo se han vuelto instrumentos de opresión. En la propuesta de la directora las mujeres participantes en el porno no lo hacen ya en tanto tradicionales objetos de la lujuria masculina, sino como sujetos deseantes de cuerpos semejantes a los suyos, y también como exploradoras de un placer onanista incluido en el catálogo de prohibiciones de la moral patriarcal. No hay en la película una trama consistente, sólo un road movie con escalas orgiásticas a lo largo del camino y diálogos escasos. La reiteración de los actos sexuales es la misma de un producto porno, y a la postre igualmente fatigante. En una escena, el grupo de mujeres, constituido casi en comando guerrillero, defienden a un ama de casa del maltrato de su pareja masculina, reclutándola luego como compañera de viaje. Ese proselitismo es invitación a compartir de manera jubilosa, sin atisbo de culpa, placeres eróticos en los que el hombre se ha vuelto un sujeto prescindible. ¿Se trata de una provocación más o simplemente de una respuesta mínima y gozosa a un aparato ideológico de opresión sin muchos otros contrapesos en el cine? La respuesta está en el aire.
Como parte de la retrospectiva Albertina Carri, Las hijas del fuego se exhibe únicamente hoy en la sala 8 de la Cineteca Nacional a las 18 horas.