El solo hecho de nacer y vivir entre las calles de Londres y Abasolo convirtió la casa del fotógrafo Guillermo Kahlo en el Museo Frida Kahlo. Frida, por tanto, es esta misma casa en la que estamos ahora. La casa es su cuna y su sudario.
En la esquina de Londres y Abasolo, Frida aprendió a caminar, miró durante horas hacia la calle y se inventó una amiga como una paloma que va picoteando el vidrio de la ventana hasta que le dio polio, y en 1925 (nació el 6 de julio de 1907) sufrió el espantoso accidente del tranvía que estrelló su vida cuando llevaba dos meses de haber cumplido 18 años.
También en esta residencia en la que hoy la evocamos, Frida Kahlo sufrió bárbaramente como ella misma escribió: “Me trajeron a esta casa que es la nuestra y primero fue de mi familia, en Coyoacán. Empezaron a ponerme corsés de yeso, de acero, de varillas. Más de 30 corsés. Era un suplicio. Yo no podía estar sentada. Tenía que quitarme ese corsé y acostarme.
“Ahí pasé año y medio, hasta que un día dije yo: ‘Me voy a quitar el corsé para siempre’. Me mandé hacer una faja chica, como un rebozo y me sujeté el corsé. Para entonces pesaba 32 dos kilogramos por mis 25 operaciones”.
El poeta tabasqueño Carlos Pellicer, amigo de Frida y Diego, se hizo responsable de convertir la Casa Azul en museo. Lo hizo con devoción como quien levanta un oratorio a una figura esencial y muy bien amada.
Cubrió paredes de Fridas, Frida niña; Frida y su padre, el fotógrafo Guillermo Kahlo; Frida estudiante; Frida y su novio, Alejandro Gómez Arias, luchador por la autonomía universitaria en 1929 y orador universitario de Los Cachuchas; Frida de pie, erguida, muy orgullosa, salida de la costilla de su Adán que respondía al apellido Rivera; él, alto y gordo; ella, paloma malherida, costilla rota, tomada de su brazo; Frida en todos los muros de esta Casa Azul que es ahora el museo más visitado de México y, posiblemente, de toda América Latina.
Frida y Diego vivieron en esta casa de 1929 a 1954. La Casa Azul es el primer museo dedicado a una mujer en México después del pequeño Museo de la Mujer que levantó Patricia Galeana, quien hizo el honor de invitarme el 8 de marzo de 2011 a la inauguración hace ya 12 años. Este museo puede visitarse en el Centro Histórico de nuestra ciudad, en la calle República de Bolivia 17.
En Suecia se encuentra el Museo-Casa de Selma Lagerloff, y ahora contamos con un Museo Leonora Carrington, en la calle de Chihuahua 194, en la colonia Roma, y otro en San Luis Potosí, promovido por su hijo Pablo.
Rosario Castellanos tiene su parque en Fernando Alencastre, en el bosque de Chapultepec, y Frida bien podría alegar que la Casa Azul es ella misma, ya que cada habitación guarda sus huellas y algunos vecinos la han visto pasar detrás de alguna ventana.
“¡Fíjese, qué cosa: un mes antes de morir, Frida pintó unas sandías: ¡Venga, se las voy a enseñar!” –me llamó (hace años) Dolores Olmedo de Phillips, Lolita Olmedo, quien abrió a grandes puertas una recámara cuyo piso estaba pintado de amarillo congo, el amarillo más alegre que pueda imaginarse, un amarillo estridente con el que se anuncian las tlapalerías de México.
Ahí, en esa recámara, nos sonreían desde la pared unas sandías rojas y jugosas como la ideología de su autora. Lola Olmedo me aseguró que también uno de los últimos cuadros que pintó Diego Rivera antes de morir fue el de unas sandías.
“Frida es la persona que más ha querido vivir. Venía yo a verla por lo menos una vez por semana, y yo sentí una cosa terrible cuando se murió, pero, por otro lado descansé.
“El último año de su vida fue algo espantoso, pero a pesar de todo ella, a fuerzas, quería vivir”, me confió Juan O’Gorman, quien la consideró un ser humano extraordinario.
“Tenía un amor por la humanidad que no he visto en ninguna otra gente. Un amor inmenso por todas las cosas. Amaba a los niños, los petates, los rebozos, las cazuelas, los perros; su perro, el Señor Xolotl, ¿lo recuerda usted? ¡Cómo deseó ella tener un hijo! Creo que ninguna mujer lo ha deseado tanto. Cada vez que veo a una mujer preñada caminando en la calle me acuerdo de ella.
“Amaba el color de las bugambilias, el de las jacarandas… Tenía una tremenda y trágica necesidad de vivir. Diego Rivera decía que todos los demás pintores eran burdos al lado de Frida. Según él, Frida era la mejor pintora de su época.”
Hoy por hoy, Frida Kahlo aparece al lado de nuestros volcanes sagrados, la Iztaccíhuatl y el Popocatépetl, y es la mujer más reconocida en el extranjero, su fama es un manto real, como el que cubre la punta de nuestros volcanes.
La huella que dejó Frida es indeleble y hay más cola frente a la Casa Azul que frente a un supermercado en un día de rebajas.
¿Le gustaría a Frida ser tan popular? Sí, porque vivió clavada en una cama, toda clavada de claveles, como dijo Carlos Pellicer, y daba las gracias a quienes la visitaban: “¡Qué bueno que viniste!”
Ahora mismo, quienes la visitamos no sólo la admiramos, la queremos, le rendimos el homenaje de nuestro asombro y una devoción que tiene mucho que ver con la devoción que se le brinda a una santa.
El Museo Frida Kahlo, al que todos conocemos como la Casa Azul, en la calle de Londres, puede seguir siendo un faro cultural de Coyoacán, así como la pintora lo fue y lo sigue siendo ahora de la cultura mexicana en el mundo, porque nadie como ella ha congregado la admiración de todos los visitantes que acuden al museo como a una peregrinación religiosa.
Ahora, bajo la dirección de la joven Perla Labarthe, los curiosos acudirán cada vez más numerosos y saldrán edificados, no sólo por la singular obra pictórica y la vida de una artista excepcional, sino porque podrán seguir su trayectoria (mejor dicho su camino de la cruz) a través de imágenes y objetos personales.
Ninguna instancia mejor para mostrarnos la intimidad de un ser humano que recorrer la casa en la que nació, vivió y finalmente murió. No sólo van a ser los mexicanos quienes sientan a Frida Kahlo como parte de sí mismos, también los asistentes a la Casa Azul tendrán la oportunidad de hacerla suya.