El pasado miércoles, tres militares retirados, Fravor, Grusch y Graves, testificaron en una audiencia de la Cámara de Representantes de EU que hay ovnis, cuerpos “no humanos” y naves espaciales en forma de frasco de pastillas de menta, y que el gobierno las ha ocultado. Grusch, que hasta presentó una denuncia judicial al respecto, confesó apenas hace un mes que él personalmente no los ha visto, pero le han dicho que existen. Sin mayor interés que su propio dicho bajo juramento, lo único cierto es que encendieron de nuevo uno de los mitos más perdurables del siglo XX: el encuentro con otros que vienen del cielo.
“Somos el único ejemplo de lo que estamos buscando”, dijo Jason Wright, el célebre astrofísico que fundó el centro de estudios extraterrestres de la Universidad de Penn State. Él mismo ha exhortado a la comunidad astronómica a que busque, además de señales de vida, vestigios de tecnología de civilizaciones que pudieron haber desaparecido antes que nosotros tuviéramos la capacidad de llegar hasta ellas. Pero, realmente, nos buscamos en la posibilidad de repetirnos, en alguna evidencia que nos tranquilice para no sentirnos únicos, es decir, solos.
El mito se ha vivido de distintas formas. Los estadunidenses, por ejemplo, han sido militaristas. Le dan el mismo nombre, “alien”, a un extranjero en la frontera que a un extraterrestre. Lo consideran un “problema de seguridad nacional”, en vista de que uno de esos aparatos en forma de “tic tac” puede afectar a la fuerza área estadunidense. Sus científicos se han ocupado con seriedad del tema. En el otoño de 1961, el astrónomo Frank Drake convocó a Carl Sagan, al premio Nobel de Química Melvin Calvin –que recibió el aviso de la distinción justo cuando estaban reunidos y todo terminó en una borrachera con champaña– y a uno de los líderes del Proyecto Manhattan, Philip Morrison. De ahí salió la fórmula Drake que, como él mismo confesó, sirve sólo para “organizar todo lo que ignoramos”. La fórmula del “número de civilizaciones detectables en la galaxia de la Vía Láctea” o “N” saldría de deducir el ritmo de nacimiento de las estrellas, la fracción de las estrellas que albergan planetas, número de planetas habitables por cada sistema planetario, la fracción de estos planetas en los que la vida evoluciona, la fracción de vida en la que evoluciona la inteligencia, la fracción de inteligencia que desarrolla tecnologías comunicativas y la duración media en la que las civilizaciones son detectables. No hay un resultado a la fórmula y tampoco tiene esa intención. En 1961, por ejemplo, no sabíamos de más planetas que los del sistema solar conocido, el nuestro. Pero quizás lo crucial de la fórmula Drake es que propone que los seres inteligentes están en sus planetas y no andan enviando naves con pasajeros. Ésa es una diferencia con la perspectiva militarista del Pentágono, que está a la caza de aparatos que surcan nuestros cielos.
Los aficionados estadunidenses, quienes han informado de 92 por ciento de los 126 mil avistamientos en el mundo, piensan el encuentro extraterrestre como algo que ya ocurrió, pero que el gobierno está ocultando. Es la vieja desconfianza política que confunde al gobierno central con el centralismo planificador, en algunos casos, con un síntoma de “comunismo”, un modo de vida “alien”. La planificación central soviética como algo opuesto a la libertad corporativa del capitalismo, de la guerra fría, se solidificó junto con el mito del platillo volador y el extraterrestre humanoide de ojos rasgados y anorexia extrema. Los que creen en esta conspiración abrevan de un malestar político de fondo: la secrecía de los asuntos federales y los encubrimientos de todo tipo, desde el asesinato de los Kennedy hasta las “armas de destrucción masiva” de Saddam Hussein tras el 11 de septiembre. Descreer de lo “oficial” es, para muchos estadunidenses conservadores, una forma de resistencia, aunque acaben creyendo, por ser “teorías independientes”, en que los Clinton violan niños en los sótanos de pizzerías que no tienen sótano, en QAnon y Roswell. No por nada los aliens de Men in Black (1997) pasan por la frontera norte de México.
En México, los extraterrestres son distintos. Los alienígenas son los invasores colonialistas que saquean el patrimonio cultural. Desde La momia azteca contra el robot humano (Rogelio A. González, 1957), donde la intención del científico loco es robarle a la momia azteca un pectoral y un brazalete sagrados, el encuentro es para que no nos roben. La mayoría del cine mexicano de extraterrestres involucra a los luchadores, El Santo y Blue Demon, contra marcianos o arañas extraterrestres de látex, a cómicos como Viruta y Capulina, El Piporro, El Caballo Rojas, junto a venusinas con trajes mínimos como Ana Bertha Lepe, Adriana Roel o Lorena Velázquez. En una de ellas, Chabelo y Pepito detectives (José Estrada, 1973), los cómicos descubren a unos niños alienígenas, rubios, de ojo azul, que tienen esclavizados a los morenos niños mexicanos usando juguetes de fayuca.
Pero para los que se desconcertaron con la audiencia de los militares estadunidenses el miércoles pasado, quizás haya que terminar este recuento con dos ideas del propio Jason Wright: si encontramos algún día vida fuera de nuestro planeta, serán microbios, y si son seres malévolos, es probable que estemos viendo una película.