Pasada casi una semana de las elecciones españolas, el contexto sigue siendo incierto. El 17 de agosto se constituirán el Congreso y el Senado y nadie tiene prisa por adelantar unos acontecimientos que, en resumen, sólo pueden ser dos. Pedro Sánchez necesita recabar el apoyo de los vascos de EH Bildu y PNV, así como de los catalanes de ERC y Junts, o nos encaminamos a una repetición electoral. La gobernabilidad española, en manos de vascos y catalanes, hermosas paradojas que se vienen repitiendo en un país incapaz de resolver democráticamente las tensiones nacionales que lo atraviesan.
La palabra prohibida estos días, por probable, es bloqueo. Junts ha dicho durante toda la campaña que no iba a facilitar la investidura de Sánchez, y el PSOE, vencedor también en Catalunya, no tiene alicientes para cambiar una estrategia que le está dando buenos réditos y está hundiendo electoralmente al independentismo. Con todo, serán todos, especialmente Junts, quienes tendrán que valorar los peligros de la repetición electoral.
Son aspectos coyunturales sobre los que no sirve de mucho especular. Basta con esperar unas semanas –o meses– para conocer el desenlace. El interludio es útil para reparar en aquello estructural que muestran los resultados. En los últimos años, tras la crisis económica y la irrupción de nuevos partidos –Podemos a la izquierda, Ciudadanos y Vox a la derecha–, el bipartidismo quedó tocado en España. En 2008, PSOE y PP sumaban 323 diputados de 350. En abril de 2019, juntos se quedaron en 189 escaños. Muchos cantaron el fin de un bipartidismo que, sin embargo, en las elecciones del domingo volvió a resurgir. Los dos grandes partidos obtuvieron 258 escaños, superando de nuevo los dos tercios.
Pero los tiempos en los que a PP y PSOE les bastaba el apoyo de uno o dos partidos menores para poder gobernar se acabó. Y la razón no sólo son los números. La irrupción de la extrema derecha y el peso creciente de los independentistas catalanes y vascos por delante de los nacionalistas moderados han cambiado el terreno de juego.
En el caso de la derecha, alguien en algún momento pensó que era una buena idea dispersar el voto, con la esperanza de que dos o tres partidos abarcasen más que el PP en solitario. El precio, sin embargo, ha sido que ahora Alberto Núñez Feijóo sólo puede aspirar a gobernar pactando con Vox, la extrema derecha, una opción que aleja al resto. El ejemplo más a mano lo ofrecen los nacionalistas vascos moderados del PNV. Pactarían alegremente con el PP, lo han hecho a menudo, pero pensar que van a apoyar un gobierno que incluya a Vox, que aboga por su ilegalización, es ser demasiado optimista.
El blanqueo de una fuerza profundamente antidemocrática como la extrema derecha convierte al PP en un apestado incapaz de buscar aliados para gobernar. No quiso ponerle el cordón sanitario a Vox, y la democracia se lo ha puesto a él.
Este no es el problema del PSOE, evidentemente, que ha gobernado los últimos cuatro años gracias a los votos independentistas. Ahora, sin embargo, se ha topado con Junts, cuya estrategia, acertada o no, pasa por las exigencias de máximos y la confrontación. Se va a hablar mucho en las próximas semanas del maximalismo del partido de Carles Puigdemont, dirigente catalán exiliado en Bélgica. La maquinaria ya está en marcha, y en parte con razón, pues el mandato de las urnas en Catalunya ha quedado lejísimos de las demandas de Junts. Quienes les piden que se lo piensen dos veces antes de dar una nueva opción a la extrema derecha tienen buenas razones para hacerlo. Pero coyunturas al margen, no hay que perder de vista que las demandas de los de Puigdemont tienen pleno sentido democrático. Son el reconocimiento del derecho de los catalanes a decidir su futuro y el fin de la represión contra activistas que luchan porque así sea.
Pedro Sánchez, que se ha declarado a menudo “pacificador” de Catalunya, se acaba de dar de morros con una carpeta cerrada en falso. El independentismo está en horas bajas en Catalunya, pero sigue siendo determinante y su fuerza permanece latente. En el País vasco, el contexto y el momento histórico son otros, pero la opción netamente separatista de EH Bildu no para de reforzarse. Pensar que el PSOE puede gobernar el próximo ciclo largo azuzando sólo el miedo a la llegada de la extrema derecha no es real. La negativa del PSOE a abrir canales democráticos para resolver las demandas nacionales de vascos y catalanes le puede costar también el acceso a la Moncloa.
En resumen, las carencias democráticas de las principales fuerzas políticas españolas pueden condenar al país a largos periodos de bloqueo. A su vez, esto puede llevar a algunas fuerzas independentistas a pensar que dicho bloqueo es una buena idea. Pero pensar que esta es la vía para lograr objetivos mayores resulta igualmente irreal. El ciclo catalán 2012-2017 ya demostró que España está más que dispuesta a sacrificar pedazos de su maltrecha democracia para mantener la unidad del Estado, cuyos engranajes profundos son perfectamente capaces de aguantar el bloqueo que haga falta.