Los partidos Acción Nacional y de la Revolución Democrática acudieron ayer al Instituto Nacional Electoral (INE) a reclamar medidas urgentes de censura contra el presidente Andrés Manuel López Obrador. El PRD se queja de uso indebido de recursos públicos, violación a los principios de legalidad, certeza, neutralidad e imparcialidad, así como por una presunta vulneración de la medida cautelar dictada hace unos días por la Comisión de Quejas y Denuncias del organismo, en la que se ordena al Presidente abstenerse de opinar acerca de temas comiciales. Por su parte, el PAN subraya que las declaraciones del mandatario en sus conferencias matutinas buscan descalificar los procesos políticos “e inmiscuirse en la vida interna de los partidos” de oposición.
En el afán de silenciar a López Obrador, sus opositores parecen haber llegado demasiado lejos. Por ejemplo, la aspirante presidencial panista dice temer que los datos expuestos por el Presidente en torno a su actividad empresarial generen la impresión de que pertenece a una familia adinerada, cuando ella misma presume en público disponer de más de un millón y medio de pesos al año sólo para su seguro de gastos médicos. En la misma tesitura se coloca el diputado Santiago Creel al proclamarse víctima de racismo inverso, una forma de discriminación declarada inexistente por organismos de defensa de los derechos humanos.
A los actores mencionados se suma el sector de la comentocracia que exige al Presidente permanecer callado frente a críticas, pero también ante las calumnias, difamaciones e invectivas que le dirige de forma consuetudinaria, como si la libertad de expresión fuera un privilegio y no un derecho universal que protege a todos los ciudadanos, incluido el titular del Ejecutivo. Este caso es incluso más lamentable, en tanto que opinadores y analistas de la prensa debieran ser los principales valedores de la garantía constitucional que da sustento a su oficio, la libertad de expresión, que demandan retirarle a quien tiene el mandato democrático de conducir al Estado mexicano.
El ansia censora de la oposición política y mediática no tendría mayor trascendencia si no se viera respaldada por el INE y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), órganos autónomos creados para garantizar equidad en los comicios, pero que en los hechos operan a favor del bloque derechista, al imponer una mordaza al Presidente y al partido gobernante.
Las actuales disposiciones en materia electoral surgieron en respuesta a la abierta manipulación de las elecciones de 2006 perpetrada por el ex presidente Vicente Fox para instalar en Los Pinos a su correligionario Felipe Calderón. Es necesario remarcar que estas aseveraciones no se hacen a la ligera, pues el uso de recursos públicos y del aparato de Estado en favor del candidato oficialista estuvo a la vista de los ciudadanos antes, durante y después de las campañas políticas. Si las pruebas materiales no fueran suficientes, el fraude que tuvo lugar aquel año fue admitido con impudicia por el propio Fox, quien en 2010 se ufanó de haber cargado los dados “hasta donde pudo” contra el candidato que realmente ganó la mayoría de votos. Las normas vigentes son también una réplica del sistema de partidos a la compra de la voluntad popular mediante un reparto ilimitado de dinero en la campaña que llevó al poder a Enrique Peña Nieto en 2012.
No está en duda, desde luego, el deber del INE y el TEPJF de impedir con todas las atribuciones legales a su alcance que se repitan episodios delictivos como los que tuvieron lugar en 2006 y 2012. Pero equiparar la libertad de expresión y el debate de ideas a la compra de sufragios y el uso faccioso del poder público constituye no sólo una aberración jurídica, sino un atentado directo contra la esencia de la democracia. Cabe esperar que los órganos electorales rectifiquen su postura y restauren los derechos del presidente López Obrador, con lo cual no favorecerían a una persona, sino a la vida institucional del país.