Sin ser una excepción que confirme la regla, Francia reserva sorpresas más temidas que imprevisibles. Nuevos empresarios, negociantes avezados, tejen sus redes a lo largo y ancho del territorio francés. Su experiencia en otros países y continentes les sirve para crear sin tropiezos un sistema económico paralelo. Crean empleos, ahí, donde una juventud desocupada sólo sueña en ganar dinero fácil. Con estos empresarios, el sueño dorado se alcanza con facilidad: fructíferas ganancias que les permiten adquirir todos los maravillosos productos que se anuncian en las pantallas de la televisión y en Internet: vestimentas y zapatos de marca, relojes de oro, autos aerodinámicos, todo tipo de aparato surgido de la tecnología al último grito de la moda: celulares, computadoras, consolas y cuanto etcétera se ofrece en tiendas especializadas. El contrato de trabajo no es complicado, es verbal, casi automático. Una vez ingresado, se tiene la seguridad del empleo: no hay salida de la empresa como no sea con los pies por delante. Pero la idea de la muerte es tan vaga en estos jóvenes, consumidores de la inmediatez con ambiciones capitalistas, que no les provoca un ápice de temor. Además, ¿15, 10 años –algunos menos– de una vida de riqueza, no son preferibles a la pobreza y la miseria, de una vida grisácea sin satisfacciones? ¿No es mejor escapar, como se pueda, de una vida de esclavo, idéntica a la que llevan o llevaron padres y abuelos llegados a Francia en busca de trabajo, un futuro sin esperanzas? Franceses de nacionalidad por el lugar de nacimiento, sentimiento de colonizados por los orígenes que buscan y reniegan, impulsos destructivos de la nación que acogió a sus padres, sin otra lengua que un escaso francés o el árabe semiolvidado de la familia, sin más ambición que la del dólar. La vida espiritual es nula y la religión musulmana no les ofrece más que la católica: el espejismo de un más allá con hermosas hurís o con ángeles cantores. El desconocimiento de la Historia no auxilia a estos jóvenes, al contrario, los hunde en reivindicaciones ajenas y deseos impuestos por la publicidad. El trabajo propuesto no necesita de estudios ni especialidades, y, sobre todo, es excelentemente remunerado. Sin contar que ofrece la perspectiva de una rápida elevación en la jerarquía laboral… si no se pasa antes a otra vida.
La mano de obra es, así, abundante y fácil de contratar para la floreciente empresa que se instala a sus amplias en una Francia sin autoridad y donde el poder puede tomarse sin necesidad de un ruidoso golpe de Estado: el negocio del narcotráfico.
El análisis de este panorama invita a reflexionar sobre los cuatro días de revueltas que vivió Francia, motines que necesitaron de cuarenta y tantos mil policías para asegurar la tranquilidad durante las fiestas nacionales del 13 y 14 de julio, que conmemora la toma de la Bastilla.
Algunos comentadores creyeron asistir a las primicias de una revolución dado el descontento y la violencia. Pero no había ideología revolucionaria alguna entre los amotinados. El capitalismo era la única doctrina de los jóvenes que pillaron y destruyeron las tiendas de las codiciadas marcas de ropa y ultramodernos aparatos de la tecnología informática.
Sociólogos y expertos serios, después de observar la carta geográfica del narcotráfico y los sitios de revueltas, concluyeron que pillaje y vandalismo tuvieron lugar en ciudades donde aún no había distribución y venta de droga. Se observó también que ni las numerosas fuerzas policiacas ni las autoridades musulmanas pudieron frenar las revueltas. Sin embargo, de pronto, saqueo y desorden terminaron. A los hombres de negocios que son los narcos no les agrada el desorden. Así, después de la manifestación de fuerza ante el debilitado gobierno, los narcos se permitieron la organización de una gigantesca fiesta, alcohol y droga a voluntad, a la cual se convidó a los conspicuos consumidores del capitalismo que trabajan para ellos.