Tiempos de disfraces vivimos en los que la democracia es tan aclamada como pisoteada, abanderada pero al mismo tiempo quebrantada. Ahora resulta que hasta los herederos de aquella Comisión de Miramar que fue a rogar a un monarca extranjero que fuera el nuestro se proclaman demócratas. Dicen ser de izquierda a pesar del miedo que tienen a que el poder dimane del pueblo. Se presumen como progresistas, pero torpedean ejercicios de participación ciudadana o censuran expresiones de libertad. Pretenden callar a través de las instituciones a quienes en su derecho de réplica desean contestar a los que los aluden. Hoy los promotores del antiguo totalitarismo se hacen llamar demócratas y de izquierda, mientras buscan evitar a como dé lugar el verdadero diálogo.
Hemos llegado a un punto en que para muchos –y de distintos bandos– no importa lo que es, sino lo que parece; de ahí parten para construir estrategias de comunicación política con las que a través de emociones, como el miedo, el asco, la ira, la tristeza o la aversión, manipulan las conciencias para hacer creer a sus víctimas cosas tan absurdas como el que un panista de hueso azulado, Santiago Creel, representa ideales de izquierda, o que el ponerse un huipil, como Xóchitl Gálvez, signifique enarbolar causas indígenas, cuando ella, con todo y su huipil, impulsó una reforma que, en lugar de atender la deuda histórica del Estado mexicano con los indígenas, traicionó los acuerdos de San Andrés.
Esos disfraces tienen solamente una intención: ganar popularidad. Si Xóchitl Gálvez, o quien sea desde la derecha, realmente representara las luchas indígenas, ¿por qué camina de la mano con el Partido Acción Nacional (PAN) y la élite que representa? Se trata del mismo grupo de intereses que durante siglos, y hasta ahora, no solamente ha reprimido esas luchas, sino que es culpable de las causas que las provocaron. Sería tan contradictorio que los indígenas marcharan al lado y en la misma dirección de quienes históricamente los han reprimido, como lo es pretender creer que desde la derecha mexicana existe interés en atender las causas sociales que sus gobiernos desatendieron y sus legisladores torpedean a diario.
El disfraz político es uno de los varios intentos desesperados de un grupo que carente de proyecto se niega a percatarse de que es oposición por mandato popular. En lugar de hacer lo que como oposición le corresponde: un contrapeso serio que vigile las políticas del Estado y su correcto funcionamiento para abonar a la actividad política del país y con ello mejorar la calidad de vida de los mexicanos, se enfrasca en tragicomedias que van de lo cotidiano a lo burdo. Insultan la causas que falsamente abanderan con intenciones electoreras y, con ello también, a un pueblo harto de una clase política que se niega a reconocer que quedó en el pasado.
“Soy la izquierda del PAN”, señaló el aspirante presidencial por el Frente Amplio Santiago Creel, con una frase que significa lo mismo que la que dice que Maximiliano de Habsburgo fue la izquierda de la monarquía, y que podría ser tan coherente como la de alguien que presuma ser el antiderechos de la izquierda. “Provengo de la liga obrera marxista, soy trotskista de origen”, presumió Xóchitl Gálvez desde la tribuna parlamentaria representando a un partido derechista que nada tiene que ver con Trotsky ni con Marx.
Más allá de que ningún camarada trotskista recuerda a Xóchitl Gálvez como una de ellos, y que en la izquierda no se tiene memoria sobre la participación de Santiago Creel en al menos algún comité, ¿por qué pretender adoptar una ideología opuesta a la que se pertenece? El PAN es una organización política tradicionalmente de derecha con una doctrina política claramente conservadora, ¿qué lleva a que destacados representantes suyos pretendan venderse como simpatizante de un movimiento opuesto al que pertenecen? ¿Sabrán que electoralmente no les alcanza y buscan embaucar a indecisos al pretender abanderar causas que les son ajenas?
Reaccionarios al fin, se niegan a percatarse de que son mayoritariamente repudiados por un pueblo que no es el mismo que en 2000, cuando lo engañaron con una alternancia que jamás llegó; o que en 2006, cuando le impusieron a un presidente espurio, o que en 2012, cuando a través de un casting quisieron convertir a la función pública en una telenovela. El país cambia, ellos no, los disfraces no ocultan lo que son, tampoco esconden las injusticias que han cometido, al contrario, lo revelan.